sábado, 26 de mayo de 2018

Cuerpo de mujer




El Chorrillo, 26 de mayo de 2018

A veces es una maravilla recordar todos esos cuerpos desnudos de mujer que han pasado un instante por la retina de uno, cuerpos reales tocados y amados, cuerpos recreados en la pantalla de un ordenador, cuerpos entrevistos en su desnudez mientras vas en el metro o en el tren de cercanías, bellos cuerpos que acompañan como el sabor de la magdalena de Proust algunos de nuestros ratos de asueto. La belleza de unas nalgas, el rincón oscuro en que confluyen los deseos, la laxitud de sus formas despertando entre las sábanas revueltas. Las evocaciones de un cuerpo de mujer llenan una parte considerable de la existencia. Ellas, como un tiempo de lluvia en que nos acogiéramos al calor del fuego de una cabaña en invierno, transitan por el espacio mágico de mis ensoñaciones con la delicadeza adormilada de quien vaga largamente entre el sueño y la vigilia.

Te despiertas, abres los ojos y, entre el revoltijo de los pensamientos aparece una figura de mujer, un gesto de coquetería, una sonrisa, la velada mirada de un deseo todavía no reconocido. Caminas junto al mar al amanecer, o acaso en la profunda oscuridad de un valle del Pirineo y en el casual desfile de los pensamientos aparece un generoso escote al que precedía la encantadora sonrisa de una caminante con la que te cruzaste el día precedente descendiendo entre grandes peñas y, poco después se produce el milagro, la Virgen de Fátima, emergiendo entre la somnolencia de la mañana poco a poco va inundando tu propio cuerpo con la hermosa sugerencia de unos pechos adormecidos bajo la blusa, llena tu retina que te empuja a profundizar en aquel encuentro y a emparejarlo con otros recuerdos, femenina ausencia celebrada en la evocación del día que comienza.

Nada enturbia la presencia de las hadas cuando la cerrazón de la conciencia ha bajado las persianas para refugiarse en la oquedad de los pensamientos donde un brote de luz en forma de cuerpo de mujer ha nacido para ser atendido con los aperos de la imaginación. Entonces la estancia se convierte en un templo. Templo es la montaña, templo es un cuerpo de mujer donde rezar cada mañana de hinojos, los ojos llenos de lágrimas, la infinita devoción de tocar unas caderas, unos pechos, la curva leve de unos labios, apretando las mandíbulas para no gritar ese “Dios” que se ahoga en la garganta cuando, incrédulos, esa belleza y ese deseo desbordan nuestro ser.

Rememoro los cuerpos de una lejana visita a un museo ateniense donde se exhibían esculturas de Praxíteles, otras más de Canova en algún museo de Europa, muchos de pintores, Courbet, Modigliani, Renoir, Tiziano, Velázquez, Rubens. Las repaso en mi mente, y retengo esa imagen de la escultura de una Venus que tomé en Atenas, el vestido húmedo cayendo sobre los pechos, el estómago, el ombligo, como una caricia que se ciñera a la carne en una explosión de erotismo. En ella el escultor ha descrito una espiral a modo de vuelo de golondrina y nos ha llevado a un mundo que transciende la belleza para añadirle esa pizca de aroma que, como la rendija de un escote por donde asoman el comienzo de unos senos, hacen volar la imaginación hacia un espacio de una refinada sensualidad.



Erotismo, arte donde lo haya, donde la imaginación y la creatividad se suman a la belleza de los cuerpos para hacer de la vida un espacio donde los juegos de la infancia resucitan uniéndose al largo aprendizaje de exploración y sensibilidad de nuestros sentidos que nos llevarán de la mano, más allá del mero contacto físico, a resucitar todas las escondidas fibras de la sensualidad diseminadas por nuestro cuerpo. Porque saber de los calores que pueden esconderse todavía bajo nuestra piel es asunto que sorprende, pero fácil de comprobar cuando alguna virgencita se nos aparece improvisadamente en cualquier curva del camino y nos sorprende con una lejana sugerencia, una mirada apenas duradera el tiempo de la chispa que salta de la hoguera, pero capaz de iluminar largas semanas de nuevas ensoñaciones.

El lenguaje de lo que todo el mundo sabe pero no se dice, los sobreentendidos sobrevolando entre nosotros a la caza de una presa adormilada a la vera del camino; el deseo latente hasta en el aire que respiramos; la necesidad del otro yo, que como un universal habita en el cuerpo del tú; la belleza plena de los cuerpos atravesando la calle, viajando en el metro, vibrando en cada célula de nuestro cerebro; materia y energía que desde la mañana a la noche nos ronda a la espera paciente de poder recoger entre las manos, como agua de lluvia, los frutos que nuestro deseo ha ido sembrando a lo largo del día en todos los rincones de nuestras fantasías.

La posibilidad de ir guardando en la memoria, como quien recolecta setas :-), pequeños fragmentos de puzzle que cada uno va recogiendo a través de sus sentidos en el seno de la primavera, hace que nuestro cestillo de mimbre, si el recolector es espabilado y tiene los ojos abiertos, se convierta, Dios mediante, en el mejor aliciente que nuestra imaginación necesita para hacer los honores debidos a los anhelos que duermen en nosotros, como el arpa de Bécquer, esperando aquella mano de nieve que venga a despertarlos.

Allan Poe, que incluía en el prólogo de su famoso poema El cuervo, las condiciones que debían cumplir unos versos para ser bellos, daba alguna pista: el asunto debía tratar sobre algo extraordinario. ¿Y qué mas extraordinario, decía, que el amor? Ergo, ¿habrá realmente algo en el interés de las personas, añadamos que en general, que supere el interés que todo el mundo tiene por las cuestiones del amor, el sexo, las mujeres? I dont think so.

A estas alturas de la escritura me siento ya exento de culpa, ya respiro aliviado, ya no me acosa la sensación de ser un raro como al principio de este escrito, que tenía la impresión de que podía ser observado como alguien que desbarraba, que de puro romanticismo parecía estar sufriendo una peligrosa obsesión por lo femenino. Las encuestas dicen que estoy dentro de la normalidad; un poco soñador, sí, pero no en grado preocupante.









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