El Chorrillo, 15 de enero de 2015
Cuando te pasas horas y horas sin hacer absolutamente nada, como mucho mirar al horizonte y entretenerte con las formas de las nubes, tarde o temprano termina pasando algo, algo de eso que sucede a los pescadores que ves a la orilla del mar absortos en sus pensamientos mientras el sedal se mantiene inconmoviblemente calmo y tenso como si el tiempo se hubiera detenido, pero que en un momento del día o de la noche agita levemente una campanilla primero y algo más brusco después para indicar que en su extremo acaba de quedar presa una dorada o una penca. Así fue hoy, día de inconmovible pereza que después de atender breves tareas de la parcela, tareas de limpieza y de disponer la leña para el fuego de la chimenea, consistió en dormitar tras la siesta y mirar sin ver el trajín de los gorriones que vienen de continuo a comer de las semillas que les pongo en su comedero, un revuelo de pájaros que me mantiene distraído con frecuencia durante mucho tiempo, esas peleas de muchos por querer acaparar el alpiste defendiendo su posición a picotazo limpio mientras los otros revolotean para al menor descuido ocupar la posición dominante sobre el borde del comedero; también los hay que dadas las circunstancias se conforman con alimentarse de las sobras, de todas aquellas semillas que caen al suelo, sin molestarse por litigar junto al comedero. Podrían escribirse algunas páginas curiosas sobre el comportamiento y psicología de estos rústicos pájaros que sin dar palo al agua consiguen su alimento a lo largo de todo el año sin mayores problemas. Hay especies estacionales que van y vienen buscando su alimento acorde con los tiempos, pero estos no, estos parecen decirse, Dios proveerá y efectivamente, o Dios provee o un servidor les deja comida suficiente como para que puedan hartarse durante todo el invierno. Eso sí, tengo que elegir alimentos que puedan usar con cierta racionalidad porque si les dejo comer de la tolva de los perros, por ejemplo, son un desastre, cada vez que aterrizan allí se llevan un trozo del cual sólo picotean apenas un poco, el resto lo dejan abandonado; así, cuando les dejaba comer de la tolva me encontraba por toda la parcela pienso que habían abandonado después de picotearlo someramente: todo un desperdicio. Ahora tengo cerrada la tolva; he tenido que enseñar a los perros a levantar la tapa con el morro cuando quieren comer. De esta manera se acabó eso de desperdiciar la comida; no está bien eso de desperdiciar comida, no. La solución para que se alimentaran con racionalidad fue ponerles alpiste y otras semillas similares, también pipas en un comedero frente a la ventana donde trabajo; con eso comen sólo lo que necesitan.
Decía que cuando te pasas horas sin hacer nada tarde o temprano termina sucediendo algo, aunque no hoy precisamente; hoy sólo fue el impulso de levantarme a por el portátil para dar testimonio de esa nada. Sonaba como ayer música de Schubert en la oscuridad de la cabaña, esta vez algunos lieders cantados por Fischer-Dieskau, y sentí el impulso de la escritura, un fenómeno curioso que parece asalta a gente diferente, sientes de pronto un cosquilleo en alguna parte del cerebro, como si algo quisiera sacarte del ensimismamiento, pero sin tener idea de qué es, y entonces agarras el papel y el boli o el ordenador o el teléfono y escribes lo primero que te viene a la cabeza; así surge a veces un buen poema o un relato que puede ocuparte durante muchos días. Es una bendición que estas cosas sucedan. Recuerdo un personaje de una novela de Orhan Pamuk, Me llamo Rojo, que sufría con cierta frecuencia este tipo de asaltos. Estaba en una reunión, conversando con alguien y zas, le venía el hilo de una inspiración e inmediatamente tenía que abandonar lo que estaba haciendo, dejar la reunión o lo que fuese y retirarse para tomar nota de lo que estaba surgiendo en su cerebro sin más dilación, porque de lo contrario la idea, el asunto volaba y era imposible recuperarlo. Normalmente lo que salía de aquellos momentos era un poema brillante y acabado. Había hecho un hueco al momento de gracia que le venía de bóbilis bóbilis dictado por alguna excreción de su cerebro y el resultado podía convertirse de inmediato en una pequeña pieza de arte.
A mí me cuesta un riñón escribir poesía, de hecho sólo he escrito versos en ocasiones muy particulares, casi todos ellos en momentos de crisis sentimentales; otros en contados momentos en que mi sensibilidad se ha visto propiciada por circunstancias muy especiales. Se podría decir que en el silencio de nuestra ensimismamiento ha pasado un ángel dejándonos el precioso regalo de una idea, una sugerencia, el ordenamiento algo ajustado de una intuición que se ha pasado algún tiempo merodeando nuestra mente sin llegar a concretarse. En cierta ocasión después de regresar de un larguísimo verano de caminar entre Finisterre y el Puerto de Somport, al día siguiente del regreso inesperadamente fui asaltado por el deseo compulsivo de escribir versos. Aquello me duró hasta mitad de diciembre; no hubo en aquellas semanas noche que me acostara sin haber dejado sobre mi mesa de trabajo uno o dos poemas finalizados. Creo que fue lo mejor que he escrito nunca en verso, Viejos olmos titulé el volumen que salió de aquellos meses de intensa inspiración.
De hecho es algo inexplicable. Sé que sucede a mucha gente y lo único que se me ocurre para intentar averiguar cuál es la causa es que para que estas cosas sucedan uno debe de estar o muy lleno de algo importante que ignoramos pero que pugna por salir o acaso situado en una posición propicia tal de romper las barreras de la contención; llegamos a una situación, un estado de gracia en que lo que tenemos dentro encuentra un camino tan bordado, tan facilitado que es casi imposible no salir en modo de escritura, música, pintura, proyecto. Nuestro yo, apresado por el ajetreo exterior y las tensiones de la vida diaria encuentra difícil expresar algo que debe de ser importante pero que, careciendo de un concepto de ordenamiento de las prioridades y de un clima de paz suficiente para relajadamente salir al exterior, retiene dentro. Sólo necesita que le dejemos un resquicio para salir fuera y convertirse en un poema, en un trabajo creativo, en una idea nueva e inesperada.
Leía el otro día en El arte de escuchar, de Eric Fromm, que el autor dedica todos los días al menos una hora y media a analizar sus pensamientos y los actos del día y ello mezclado con ejercicios de yoga, taichí o actividades similares. Me pareció una enormidad de tiempo, pero a juzgar por la brillantez de sus pensamientos, recuerdo aquí su obra más conocida, El arte de amar, y por las aportaciones que ha hecho en el campo del psicoanálisis y en el arte de aprender a vivir con un buen grado de bienestar, sí parece que ese tiempo de aparente no hacer nada le haya sido realmente provechoso.
El excesivo sentido práctico que se respira en la educación que recibimos desde niños en las tierras de Occidente y que por ende nos tiene siempre tan ocupados, preocupados por tal o cual asunto quizás sea el causante de que dediquemos una parte importante de nuestra vida a asuntos que lo menos que podemos decir de ellos es que son banales. Basta hacer memoria de los años de nuestras vidas e intentar determinar cuánta parte de ella hemos vivido realmente para hacerse cuenta de ello. El tiempo, los años vividos con intensidad generalmente se pueden contar con los dedos de la mano. Empleamos tanto tiempo en cosas que acaso ni nos van ni nos vienen realmente, que no tenemos tiempo para vivir con un poco de sustancia.

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