El Chorrillo, 13 de enero de 2015
Oyendo algo de Schubert y viendo atardecer en el delicado telaje del horizonte, malvas suaves y azules que se fundían con el rescoldo del fuego crepuscular, sentí la tentación de adentrarme por el paisaje de una década atrás de dilatadas horas que por aquel tiempo dedicaba a rememorar una y otra vez un amor recientemente perdido, infinitas variaciones sobre el mismo tema que me acompañaron durante un par de años casi ininterrumpidamente cada vez que me sentaba frente a la tarde dispuesto a dejarme arrastrar por la añoranza y por todo aquello que ella trajera consigo. Hermoso tiempo aquel en que los cantos de sirena me pedían abandonar todo para dedicarme íntegramente a ese amor que había convertido mi anhelo en un vergel de dulces expectativas. Tiempos aquellos que tanto dolor trajeron consigo y que hoy, con el crepúsculo entrando por mi ventana, me traía un placer cuyos perfiles no sabría definir, pero que estaba ahí agarrado al pecho, suavemente exultante, con la sensación plena de haber vivido una de las aventuras más hermosas que cabe experimentar.
Estamos acostumbrados a hablar de aventuras en términos de atrevidas experiencias ligadas a montañas, mares o desiertos, pero apenas utilizamos ese término para referirnos a notables experiencias del alma, esas que conmueven nuestra persona hasta el punto de perder el control de nuestra voluntad y dejar nuestro cuerpo sumido en un tembloroso gozo cada vez que traemos a la memoria el nombre de la persona amada. Hablo de aventura con mayúsculas y sin comillas, de esos escasos momentos en la vida en que uno, convertido en vorágine, pasa a través de los días como sonámbulo dichoso que ha encontrado al fin reposo en un paraíso donde el bienestar y el enorme placer de vivir parecen ser ajenos totalmente a otra realidad que no sea el encuentro mutuo. A esto, que respetados autores calificaron en su propia vida, a toro pasado, de fiebres de juventud o como locura que merece perdonar condescendientemente desde la objetividad de la cordura; a esto parece remitirse una y otra vez sin embargo nuestro pensamiento reiteradamente a lo largo de la existencia, algo que acaso no tenga parangón frente a ninguna otra aventura humana.
¿Cuántas veces en la vida, nosotros, pobres diablos, hemos sido capaces de crear a nuestro alrededor espacios mágicos que fermentan alrededor insuflados por el soplo de nuestro propio y personal aliento, lugares donde a lo largo de los años realmente esos espacios mágicos son un referente, un alivio a la mediocridad de la vida, a su linealidad sin excesivas fluctuaciones? ¿O no es así?
No hago más que constatar una realidad, la del placer que la tarde me trae asociado a los recuerdos, meditación sin más, recreo en la propia vida, gozo de lo que de ella se desprender en esa meditación. “Hay muchas maneras de meditar. Mirar la película de la vida, desde fuera, es meditar; dejarse llevar por las asociaciones es meditar; un cierto vagabundeo es meditar”. Hay un libro en los estantes de mi biblioteca de la cabaña subrayado prolíficamente, casi tanto como mi ejemplar de los Ensayos de Montaigne, y que esta tarde volví a tomar en mis manos; se trata de una obra poco conocida, Cuaderno amarillo, de Salvador Paniker. Allí me dirigí después de empezar a divagar con estas líneas. La gente no suele enterarse de que está viva, dice Paniker en algún lado: “La vida es eso que sucede mientras uno está ocupado en otra cosa”. Acaso por ello es necesario volver al pasado para recuperar esa vida que sucedió, que discurrió sin que nuestra conciencia estuviera al tanto de ello. La vida encierra en sí, comprimido y condensado, un enorme caudal de hechos que dada su calidad, cantidad o complejidad resulta imposible asimilar porque unos actos arrastran a otros y la vida no puede detenerse para observarlos, analizarlos o vivirlos en toda su dimensión, de modo que la vuelta al pasado se convierte en un modo de vivir circunstancias sólo parcialmente atendidas en la premura de un lejano tiempo.
La última luz del horizonte ha desaparecido hace tiempo cuando me llega la hora de la cena. Cenamos de cosecha propia, unas mazorcas de maíz que crecieron en el soleado fondo sur de la parcela y una crema de ortigas, ortigas que proliferan salvajes por todos los lados junto a la rampa entre los rosales y la caña índica y que Victoria pacientemente ha colectado esta mañana.
Cuando vuelvo a la cabaña ya me he olvidado de esto que escribo y me sumerjo en la lectura, El arte de escuchar, de Eric Fromm, un interesante libro sobre el psicoanálisis y el arte de aprender a vivir; pero al poco rato mientras atravieso parajes de lectura que discurren sobre distintos aspectos de ese narcisismo que agarra a todo hijo de vecino en alguna parte de su conducta, recuerdo que tengo grabado un programa de la Sexta del pasado sábado y decido echarle un vistazo, un vistazo porque no soporto oír ni ver a personajes como Maruenda, Inda o alguno de esos esperpénticos personajes que el PP manda al programa, sea Casado u otro de parecida condición. Es inútil perder el tiempo con cierta clase de gente. Cuando les llega su turno avanzo la grabación hasta encontrarme con rostros más normales. Quería oír especialmente a Susana Días y a Carolina Bescansa. Ah, también tenía ganas de volver a escuchar a ese personaje lleno de humanidad que es Cristina Almeida. Durante el programa tengo que hacer dos paradas técnicas, a la próstata le da lo mismo que la cosa sea interesante o no, te da el toque y tienes que parar la grabación y salir a darte una vuelta por la parcela. Cuando salgo por segunda vez, alzo los ojos y me encuentro con un cielo profundamente estrellado que me traslada de inmediato a otro universo. La presión de la realidad a nuestro alrededor puede llegar a hacerse tan fuerte alentando una fofa curiosidad, de empujarnos a hacernos perder el tiempo soberanamente.
¡Está tan hermoso el cielo allá entre las ramas desnudas de los álamos, las luces lejanas de los pueblos marcando la línea del horizonte, la oscura sombra de las arizónicas, el silencio que rodea la parcela…! A veces hay que hacer un esfuerzo fenomenal para librarse de la presión de los acontecimientos del país para volver a encontrar que más allá de la tanta basura todavía hay un rinconcito de cielo allí arriba que reclama nuestra cordura, la posibilidad de un mundo mejor, bello y compatible con una vida social y política en donde la honestidad tenga un amplio espacio. También la vida personal, los ratos de plenitud que corren todavía por nuestras venas sustentados por la memoria.

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