martes, 2 de diciembre de 2014

Fantasías sexuales



Tener un buen repertorio de fantasías sexuales, densas, capaces de enredarnos en pequeños terremotos y en espacios de sutiles gozos que disfrutar en la intimidad como si de una entrañable devoción se tratara, es una de las mejores cosas que puede tener un hombre o una mujer en este periodo de gracia que es la edad de la madurez, ese tiempo en que uno puede mirar la vida como magnífico arcón en donde los tesoros brillan bajo la luz pálida de la memoria trayéndonos de tanto en tanto sofisticados regalos. Regalos capaces de revolucionar nuestras neuronas y poner sobre el velo de un amanecer una gota de precioso rocío dispuesta a transformarse en perla de gozo a través del juego de la imaginación y la caricia de la carne, esa misma que la Santísima Iglesia durante siglos se empeñó en demonizar tratando de convertir el placer y la plenitud en un muladar. Gilipollas de solemnidad dedicados a arruinar con sus mojigangas los pocos ratos de felicidad que podemos disfrutar sobre este mundo tantas veces sembrado por aquí y por allá de dolor y chirriar de dientes. Inútiles patanes que nos hicieron creer desde la infancia que nuestro cuerpo, la mejor y más preciada cosa que tenemos, era fuente de pecado y condena eterna: patanes. Patanes por el precioso tiempo que nos hicieron perder durante nuestra adolescentes y juventud, ese tiempo  que en vez de haberlo dedicado a la mojigateria podíamos haber empleado en el cultivo del  arte de la vida, al arte de explorar nuestro cuerpo y el de nuestras amigas o amigos. Un arte delicado y sutil en el que no valen las improvisaciones ni las chapuzas, el noble arte de aprender a relacionarnos con nuestro cuerpo y el de los otros, sí, señor.




Quien en un trozo de tronco, como se muestra sobre estas líneas, puede empezar a ver la insinuación del cuerpo de sus sueños ya está en el camino de la verdad, como decía El Evangelio, esa en la que con que con toda probabilidad encontró Jesús en el cuerpo de María Magdalena, aquella "pecadora"que él defendió tan animosamente contra la general hipocresía, esa misma que tiñe no sólo a nuestra clase política y económica sino que vuela sobre los eclesiásticos amenazando su carrera sacerdotal.
¡Va!, me voy por las ramas, olvidemos a los córvidos de alzacuellos y sotana que tanto dañaron nuestro adolescencia con sus idioteces y volvamos al elogio de esa pequeña locura que consiste en explorar los cuerpos y los arcanos tesoros que se esconden en sus profundidades. Nuestro cerebro y sus débitos con el mandato bíblico de reproducirse han tenido siempre una explosiva capacidad para poner en nuestras manos la posibilidad de atravesar las puertas de un jardín encantado en el que sin necesidad de superpoblar el mundo con bebés de todos los colores los humanos podamos hacer de la existencia un lugar salpicado por el gozo de los sentidos en lugar de un valle de lágrimas como lo consideran los presbíteros de nefanda memoria. Se ve que es difícil quitarse de encima la inquina contra esta gente de negro que rebozaron con conciencia de pecado el acto más entrañable que existe sobre el planeta y cuyos complejos de culpabilidad transmitieron incisivamente a toda su feligresía.



Una buena parte del éxito de acumular gratas experiencias consiste en saber aprovechar un fugaz rayo de luz que atraviesa el cerebro, sucede con los proyectos que nacen de un chispazo, casi por generación espontánea y que a poco que les prestemos una mínima atención pueden convertirse en poco tiempo en hermosas realidades, pero ocurre algo parecido con las fantasías sexuales, a veces basta que aprovhemos la fugacidad que viene del perfume del nacimiento de unos senos para que ello se convierta en apacibilísima fiesta personal en donde la química del cerebro y la imaginación se transforman en promotores de un festín físico que puede alegrarnos el cuerpo para el resto del día.

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