Tener un buen repertorio de fantasías sexuales,
densas, capaces de enredarnos en pequeños terremotos y en espacios de sutiles
gozos que disfrutar en la intimidad como si de una entrañable devoción se
tratara, es una de las mejores cosas que puede tener un hombre o una mujer en
este periodo de gracia que es la edad de la madurez, ese tiempo en que uno
puede mirar la vida como magnífico arcón en donde los tesoros brillan bajo la
luz pálida de la memoria trayéndonos de tanto en tanto sofisticados regalos.
Regalos capaces de revolucionar nuestras neuronas y poner sobre el velo de un
amanecer una gota de precioso rocío dispuesta a transformarse en perla de gozo
a través del juego de la imaginación y la caricia de la carne, esa misma que la
Santísima Iglesia durante siglos se empeñó en demonizar tratando de convertir
el placer y la plenitud en un muladar. Gilipollas de solemnidad dedicados a
arruinar con sus mojigangas los pocos ratos de felicidad que podemos disfrutar
sobre este mundo tantas veces sembrado por aquí y por allá de dolor y chirriar
de dientes. Inútiles patanes que nos hicieron creer desde la infancia que
nuestro cuerpo, la mejor y más preciada cosa que tenemos, era fuente de pecado
y condena eterna: patanes. Patanes por el precioso tiempo que nos hicieron
perder durante nuestra adolescentes y juventud, ese tiempo que en vez de
haberlo dedicado a la mojigateria podíamos haber empleado en el cultivo del arte de la vida,
al arte de explorar nuestro cuerpo y el de nuestras amigas o amigos. Un arte
delicado y sutil en el que no valen las improvisaciones ni las chapuzas, el
noble arte de aprender a relacionarnos con nuestro cuerpo y el de los otros,
sí, señor.
Quien en un trozo de tronco, como se muestra sobre
estas líneas, puede empezar a ver la insinuación del cuerpo de sus sueños ya
está en el camino de la verdad, como decía El
Evangelio, esa en la que con que con toda probabilidad encontró Jesús en el
cuerpo de María Magdalena, aquella "pecadora"que él defendió tan
animosamente contra la general hipocresía, esa misma que tiñe no sólo a nuestra
clase política y económica sino que vuela sobre los eclesiásticos amenazando su
carrera sacerdotal.
¡Va!, me voy por las ramas, olvidemos a los córvidos de
alzacuellos y sotana que tanto dañaron nuestro adolescencia con sus idioteces y
volvamos al elogio de esa pequeña locura que consiste en explorar los cuerpos y
los arcanos tesoros que se esconden en sus profundidades. Nuestro cerebro y sus
débitos con el mandato bíblico de reproducirse han tenido siempre una explosiva
capacidad para poner en nuestras manos la posibilidad de atravesar las puertas
de un jardín encantado en el que sin necesidad de superpoblar el mundo con
bebés de todos los colores los humanos podamos hacer de la existencia un lugar
salpicado por el gozo de los sentidos en lugar de un valle de lágrimas como lo
consideran los presbíteros de nefanda memoria. Se ve que es difícil quitarse de
encima la inquina contra esta gente de negro que rebozaron con conciencia de
pecado el acto más entrañable que existe sobre el planeta y cuyos complejos de
culpabilidad transmitieron incisivamente a toda su feligresía.
Una buena parte del éxito de acumular gratas
experiencias consiste en saber aprovechar un fugaz rayo de luz que atraviesa el
cerebro, sucede con los proyectos que nacen de un chispazo, casi por generación
espontánea y que a poco que les prestemos una mínima atención pueden
convertirse en poco tiempo en hermosas realidades, pero ocurre algo parecido
con las fantasías sexuales, a veces basta que aprovhemos la fugacidad que viene
del perfume del nacimiento de unos senos para que ello se convierta en
apacibilísima fiesta personal en donde la química del cerebro y la imaginación
se transforman en promotores de un festín físico que puede alegrarnos el cuerpo
para el resto del día.



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