jueves, 3 de abril de 2025

El día de después

 

Obra de Pastinaka Pastinaka 


El Chorrillo, 3 de abril de 2025

La tarde es gris, desapacible, los álamos negros han empezado a echar esos frutos alados llamados sámaras que como una pelusilla han empezado a crecer incipiente en los extremos de las ramas. La desnudez de los árboles, el verde luminoso del prado que ha crecido con la tanta lluvia, las ramas del jazmín trepando por mi  ventana a punto de explotar sus flores, los rosales dispuestos también ya sus capullos a brotar entre sus ramas, todo ello se asoma ante mi tarde, delicado, deseoso de vida en esta tarde de lluvia ligera en que el impulso de la vida, todo el campo reverdeciendo, la cebada despuntando ya un palmo, anuncian el tiempo amable de la primavera.

Las copas de los olmos se mueven levemente. Tarde de melancolía. Los libros sobre el alfeizar y las mesas, esperan pacientes a que mi ánimo los tome en mis manos. Ahora recuerdo un tema de José Larralde que escuchaba ayer, Estatua de carne. Sus versos oídos por última vez hace muchos años, volvían a abrir surcos de emoción en mi ánimo, aquella mujer a la que cantaba Larralde, estatua de carne de una india que lo único que tiene es el silencio, y porque no da leche se lo dejan.
Allí nomás… La vi sentada
Con sus ojos tan quietos
Con el tiempo metido hasta en las uñas
Con el sosiego entero escrito en el espinazo
La estatua de carne que enarbola ciclos de olvido y de miseria
Me sentí tan pequeño ante tanta grandeza…




Ese sentirte pequeño que te arroja en un instante al cubo de la insignificancia. Y sin embargo la tarde está ahí como una esponja y tú dentro de ella como parte de la tierra que pisas. Hubiera querido hablar con ella… pero pa qué… Viejas coplas de antaño que guardaban en cintas de poliéster las voces de Víctor Jara, Inti-Illimani, Quilapayún o Atahualpa Yupanqui y tantos otros y que recorrían como un desgarro nuestros inquietos años de indignados contra el franquismo y la dictadura de Pinochet. Benditos tiempos en que nuestra rebeldía a flor de piel y nuestro sentido de la justicia brotaban a borbotones de nuestro interior.

Ahora de nuevo arde en el hueco de la chimenea uno de los últimos fuegos de la temporada. Vuelvo a la tentación de no hacer nada. La cabaña a oscuras, las llamas como en uno de los campamentos de Dersu Uzalá, acogiendo en su rededor los restos de un día más. Echo un vistazo a ese dibujo de aspecto algo cubista que ayer acompañaba a un comentario de Pastinaka en el último post, esos grandes ojos desproporcionados, junto con los rasgos exagerados transmitiendo cierta inquietud e introspección que acaso podían acompañar al objeto de las reflexiones que hacía ayer aquí mismo. ¿El dolor por un hijo muerto, ella? De él, más rígido, más inquietante, como si observara con cierta extrañeza y frialdad una escena que se presentara frente a ellos.

Debería comenzar con el último tomo de Chirbes, pero me resisto. Quizás debería mientras tanto probar con Balzac, leído por última vez hace más de treinta años, o retomar el libro de Silvia Vidal. No sé, creo que hoy me haría daño cualquier aventura relacionada con la montaña. Y hablando de libros recuerdo anecdóticamente cierta ocasión en que a través de Twitter Carlos Suárez comentó un post mío que hablaba de un libro que los dos habíamos leído con regodeo y gusto. Se trataba de La conjura de los necios, de John Kednnedy Toole. Las divertidas salidas de su protagonista Ignatius habían servido para que intercambiáramos algunas líneas. Precisamente esta mañana, cuando me llegó la hora de encender el ordenador para echar un vistazo a las noticias, lo primero que me encontré fue una entrada de Santiago Fernández que comentaba, en relación con lo que yo había escrito el día anterior hablando de ese minuto que precede a la muerte, de dos accidentes de moto propios, diciendo que en esos momentos tu mente no filosofa, no hay tiempo para ello; caso muy distinto es cuando un cáncer te va comiendo poco a poco, decía. Lleva toda la razón Santiago. Le comentaba yo más abajo que sus líneas allí, bajo su entrada, me habían llevado a recordar cierta ocasión en que vivaqueando en invierno en Cuerda Larga (habíamos hecho de noche la norte de Cabezas de Hierro y era tarde), no sé cómo salí resbalando dentro del saco de dormir ladera abajo. La desesperación por asomar las manos por la abertura del saco para frenar de algún modo la velocidad, la angustia de quien se ve morir ya mismo, ocupaban todo mi pensamiento. Efectivamente no había ni asomo de filosofía en aquel momento. La muerte estaba ahí sin más, sin dar lugar a ninguna otra consideración. Cuando el saco conmigo dentro empezaba a coger velocidad se produjo un salto, tropecé con una roca que sobresalía sobre el hielo, el saco sufrió un desgarrón y quedó enganchado en una roca.

Esa era la realidad, tu mente no filosofa en esos instantes. En cierto modo cuando nos referimos a otras personas en situaciones similares y especulamos, de quien estamos hablando no es de ellos sino de nosotros mismos. Pensando en ellos lo que estamos haciendo es bañarnos en nuestro propio estupor, en la perplejidad tanto por el otro como por nosotros mismos. La cercanía de la muerte no deja de ser siempre un aldabonazo en medio de nuestra rutina diaria y que inevitablemente te lleva a reflexionar sobre el significado de la existencia y su fragilidad.

Tengo que volver a leer el libro de Arseniev, los dos tomos que dedicó a la vida errante de Dersu Uzalá. Cuando era adolescente leía con frecuencia Los Evangelios, ahora me atraen más estas otras lecturas, el espíritu del bosque, la soledad, el fuego. Para los antiguos los elementos fundamentales que componían el mundo eran el agua, el fuego, la tierra y el aire. ¿Cuáles serán para nosotros esos elementos fundamentales?

 

 

 

 


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