viernes, 5 de julio de 2024

Una mañana en el Museo del Prado

 

Detalle. Velázquez. Cristo crucificado. 

Museo del Prado, 5 de julio de 2024

Esta mañana tiene el sabor de los muchos veranos dedicados, cuando nuestros hijos eran pequeños, a visitar ciudades y museos de Europa. El turismo, los turistas, se ha convertido en una peste, pero también ellos pertenecen a aquellos tiempos y por tanto me ponen esta mañana en relación con aquel pasado. Dedicar años de la vida a museos del mundo, no sólo de montañas se vive, deja en el alma un complejo poso de bellezas universales que, adormecida tras largas ausencias, rebrotan como semillas a las que un poco de humedad ha sacado de su adormecimiento. Las sensaciones vuelven a fluir con fuerza y ese Marte y Venus que te recibe en el vestíbulo del museo, y que en otras ocasiones miraste de soslayo sin prestarle apenas atención, hoy te llena de emoción y contemplas a Venus con esa mirada que dice: qué colada estoy por ti, mozo. Y Marte: Aquí estoy, mi chica, soy todo tuyo. Y si miras a tu derecha y te encuentras con el Cupido de José Álvarez Bouquel, sonríes complacido porque ya te imaginas al tal Cupido haciendo diabluras y enamorando al sujeto de turno aunque sea de una piedra.

Canova. Marte y Venus

José Álvarez Bouquel. Cupido

Pasear, detenerse, admirar, sonreír, disfrutar. Recorrer siglos, encontrarte con la historia, con rostros obsoletos y sin alma de reyes, con la poderosa mirada de un retrato de Durero, con el dolor que producen los acontecimientos de la vida, con la gracia y las bromas de ese grande que es el Bosco. Siempre aspirando a conocer de la esencia de las cosas en los lienzos que nos dejaron nuestros mayores, aspirando a nombrarla con las palabras justas, a indagar en ese terruño que es la historia, la del arte y la universal que nos precedió.

Y dejo a Canovas a mis espaldas y enseguida me encuentro a mi derecha con el Brueghel el Viejo de su El triunfo de la muerte. Fantástico Brueghel el de los tiempos de la siega y el dorado trigo que tanto recuerda a Van Gogh, o a los paisanos patinando sobre el hielo de un paisaje urbano y que aquí, después de recorrer ese mundo de muerte, desenfadado te hace sonreír cuando descubres un culo apuntando como un cañón al cielo y en el que crece un manojo de flores; o no, que eso pertenece al Jardín de las delicias del Bosco. Lo mismo da también, Brueghel se ríe de nuestros afanes y deseos de grandeza; obsérvese si no a ese rey turulato que yace en el ángulo inferior izquierdo de El triunfo de la muerte. Tantas grandes aspiraciones para que días después, el muerto al hoyo, el vivo al bollo, Brueghel se ría de ti y de tus aspiraciones de grandeza. Pon a un rey o a una gran personalidad sentado en la taza del váter y verás cómo los sueños de la razón producen desvaríos de todos los colores.

Detalle de El jardín de las delicias, de El Bosco

Detalle. El triunfo de la muerte. Brueghel el Viejo.

Sí, decía, mirar por aquí y por allí y de repente desplegar, esas flores en el trasero, ahora sí, del Jardín de las delicias, una ancha sonrisa. O más allá viendo unos críos que trepan por un árbol para ver al niño Jesús recién nacido, en el Tríptico de La adoración de los magos; incluso la rechifla de ese sujeto que se hunde de cabeza vertical en el agua y cuya única preocupación es ocultar sus genitales con la mano.

Más allá la burla simpática, seguimos con el Bosco, de ese cerdo acostado plácidamente a la vera de San Antonio Abad mientras éste se encuentra sumido en profunda oración. Y dejo aquí mientras tanto el recuerdo de la extracción de la piedra filosofal, burla, terrible tesitura, que más tarde encontraré otra igualmente sabrosa unas salas más allá.

Y no te digo si abriéndote paso entre el gentío de turistas, cual si fueras a ver la Gioconda en el Louvre, te enfrentas al magnífico espectáculo de El carro de heno. Tomarse la vida con humor, reírse de nuestra humana condición. Pero aparta tu mirada del grotesco espectáculo que ha creado el Bosco en torno al carro de heno y sonríe viendo a la izquierda del tríptico a un ángel enfadado por la desobediencia de Eva y Adán mientras éste, tapándose el pito con una mano con la otra se dirige al ángel diciéndole algo así como: venga, coño, no será para tanto; ello mientras Eva, con la mano derecha sobre el coño muestra con la izquierda y su mirada un rubor primero muy femenino. Se ve que la desnudez ya ha despertado el temprano rubor que atravesará todos los siglos por haber hasta nuestros días.

Y arriba del todo un dios todopoderoso con los brazos abiertos como mostrando la exuberante magnificencia de lo que ha creado. He aquí mi obra, parece decir mientras que en el ángulo inferior derecho el abad de algún monasterio brinda por la Creación con un vaso de vino en la mano. Genial. A la izquierda otro detalle, la serpiente ofrece la manzana de la leyenda mientras Eva, con la mano cubriéndose el chichi parece estar diciendo a Adán: oye, tú, ésta, la serpiente, nos está vacilando o crees que merece la pena darse el gusto de comerse esa manzana. Lo cual, echando ahora una ojeada al Génesis, puede sonar a una infantilada de Yahve, eso de la manzana, capricho de señor feudal poniendo a prueba a sus súbditos.

Y qué mundo tan diferente cuando abandonas al Bosco, a Brueghel el Viejo y pasas a las salas siguientes, esa seriedad, esa devoción impostada. Ahora la vida ya es otra cosa, ahora la Iglesia Católica ha entrado en acción y la vida se convierte en una coña, un vivir sin vivir en mí porque es otro momento y en lo que hay que pensar es en el valle de lágrimas en que vivimos, y por consiguiente en la vida eterna que nos espera. Sumisión a un dios: amén, se acabó la fiesta.

Pero ojo, que no todo es teatro, que según me voy acercando a Van der Weyden, ya encuentro un San Juan y un Cristo que rinden homenaje a los sentimientos profundos: Maestro de la redención del Prado, de un discípulo suyo, Vrancke van der Stockt. La diferencia entre lo afectado, lo ñoño, lo lelo y los sentimientos profundos se hacen presentes con sólo atravesar el arco a la siguiente sala. A este San Juan no le corren las lágrimas por las mejillas pero sus ojos están llenos de una tristeza infinita que conmueve. Un discípulo éste, Van der Stockt, que pareciera el doble del propio maestro, al que seguidamente, este último, vemos en la sala siguiente en su San Juan atendiendo gestualmente a la virgen, que parece haberse desmayado; atiende como parte del protocolo porque en realidad San Juan está totalmente ausente del cuidado de ella. Su mundo interior, su dolor ocupan todo su ser con una fuerza descomunal mientras las lágrimas corren por su rostro. En todo este mundo de dolor sincero y lacerante llama la atención el preciosismo de los ropajes de los personajes que acompañan el cuerpo lívido de Cristo, unos atuendos propios de los festejos de la alta burguesía flamenca. Cristo era todo sencillez y humildad, pero ya en aquellos tiempos el gusto por la buena vida y el sentido de clase han dejado atrás el primer espíritu de Cristo y todos se han subido al carro no de heno, sino de la opulencia y la ostentación; la Iglesia Católica la primera. De todos modos tanto Van der Weyden como su taller son un homenaje reiterativo y hermoso al dolor profundo de los hombres, en este caso representado en el San Juan (La piedad. Taller de Van der Weyden)

Van der Weyden. El descendimiento de la cruz

Detalle. Van der Weyden. El descendimiento de la cruz


Detalle. Tríptico de la Redención: la Crucifixión. Maestro de la redención del Prado. Vrancke van der Stockt

Y atravesar a la sala siguiente y encontrarte con una nueva extracción de la piedra de la locura me hace pensar que ello debería ser una constante en el siglo XVI. En la sala, Jan Sanders van Hemessen repite la escena, esta vez con un extractor sanador al que parece que su trabajo de abrir el cráneo del paciente le divierte. ¡Ay, Dios!, cuánto nuestra sociedad actual habría necesitado de esos médicos dedicados a extraer de tantos influyentes personajes actuales la piedra de la locura.

El Bosco. Extracción de la piedra de la locura

Jan Sanders van Hemessen. Extracción de la piedra de la locura

La Eva de Durero, donosura, elegancia, esa indolencia praxiteliana que el escultor griego domina con tanta gracia… y que aquí se refuerza en una instantánea que parece obedecer a un gracioso paso de baile. La ligera inclinación de la línea de las caderas, esa inflexión con la que Praxíteles llena de cierta languidez y elegancia sus trabajos, reproduce aquí una suerte de fragilidad y gracia encantadoras.
Durero. Eva

De todos modos las visitas a los museos se han convertido un problema para mi espalda. Pese a que me he traído de casa el corrector de espalda, un artilugio que me ayuda a mantener la espalda erecta, después de Durero me veo obligado a buscar la sala de descanso para darle una tregua.

Hacía tiempo que no venía con tanto gusto a ver pintura. Fue, ya escribía el otro día sobre ello, una leve brisa que me visitó cuando leía hace días un libro de Manuel Alvar. Las motivaciones: “Frágiles como el cristal, el talco, el caolín y efímeras como la luz del relámpago a la que hay que estar atento cuando llama a la puerta”, escribía esta mañana Pedro Mateo en un comentario. Hoy no quise perder esa calidad efímera en que se presentan a veces estos deseos y pese al calor, aquí estamos. Victoria a recorrer las salas de Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910) y yo a seguir el rastro de los flamencos que fueron los que alentaron mis deseos.

Y sentado apaciblemente en la sala pienso también en “el otro museo” que son los rostros de tanta gente procedente de distintas partes del mundo. Así que de tanto en tanto dejo de mirar los cuadros y me centro en los rostros de la gente. En ellos puedes encontrarte un Botero, esa joven supergordita de amplios mofletes que recostada sobre una columna contesta un guasap; un Modigliani en el cuerpo alargado y grácil de algunas féminas que bien habrían merecido el diván en el que el pintor, desnudas ellas, hizo fortuna vendiendo cuadros a sus adinerados clientes; un Murillo, una de sus vírgenes, en esos rostros de mujer llenos de una infinita ternura; un Doménico Teotocopoulus en esa alargada figura de una mujer marroquí que viste un kaftán o chador de ese azul que tanto gustaba al Greco.

Y descansado que he, me voy camino de Mantegna, una antigua adicción mía que en una ocasión me llevó a visitarle en Milán en la pinacoteca de Brera; su Lamentación sobre Cristo muerto. Pero antes paso junto a Boticelli, cuyo Nacimiento de Venus el amigo José Luis Ibarzábal situara en una ocasión en el Prado, que más quisiéramos, que aquí nos tenemos que conformar con ese banquete interrumpido por un caballero al galope al que preceden unos perros que muerden afanosamente el trasero de una joven desnuda que a todo correr pasa junto a los escandalizados comensales (Historia de Nastasio degli Honesti). Desbarajuste, desorden y un idílico fondo de paisaje bañado de sensuales azules.


Y cómo no, enseguida llega la delicadeza de Fra Angelico en su Anunciación, el candor del rostro, hágase la voluntad del Señor. Y El tránsito de la Virgen, de Mantegna del que acaso me aficioné no sé por qué razón leyendo las páginas de aquel librito de Miguel D’Ors titulado Tres horas en el Museo del Prado. Y recordando a Miguel D’Ors la curiosidad de que de aquel libro sólo me quedaran la impronta de dos cuadros, el de Mantegna y El Cristo crucificado de Velázquez, un lienzo este último que siempre me ha producido un profundo sentimiento de solidaridad con ese cristo manipulado y execrado por la Iglesia Católica y por las adineradas clases sociales. Esa conmovedora soledad de Cristo tan lejos de los mercaderes del templo, papas, clérigos, ostentosos templos, la banca vaticana, el desprecio de la humildad… Bastó para que Cristo muriera en la cruz para que tantos de sus seguidores hicieran de sus palabras y su ejemplo un escarnio, un putrefacto mundo de intereses inconfesables. Esa es la soledad del Cristo de Velázquez que yo contemplo allá sobre las cabezas de la multitud de turistas antes de reunirme con Victoria a la salida del museo.

Fra Angelico. La anunciación.



 


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