El Chorrillo, 20 de abril de 2024
Días atrás el amigo Ramón González compartía
en su muro algunas reflexiones que me hicieron dejar lo que estaba haciendo
para considerar aquello sobre lo que escribía. Titulaba su post La maldad y Dios. Se había encontrado en
la camisa una mancha que no era una mancha sino una garrapata, lo que le llevó
a reflexionar sobre la maldad de Dios. No se refería él a ese dios inventado
por las diferentes culturas, sino a otro dios, el verdadero creador de todo el
universo, decía, el de ese creador de tantas maravillas entre las que vivimos. Y
aquí es donde aparecía la garrapata de nuevo y en donde él veía una
incongruencia porque no comprendía cómo se puede crear un mundo de tanta
perfección y al mismo tiempo un mundo en el que todos los seres vivos se tengan
que comer unos a otros para seguir viviendo. Y se admiraba de la capacidad de
la garrapata que inoculando una sustancia anestésica en el animal parasitado
puede permitirse alimentarse de él sin más. Ramón piensa que existe una maldad
suprainteligente detrás de estos seres tan insignificantes.
Las líneas de Ramón me sugieren esta
noche reflexiones de distinta índole que si intento escribirlas quizás me
ayuden mejor a comprender estos asuntos; algo mejor que si lo dejo tan solo al
fluir de los pensamientos. Lo que de inmediato llamó mi atención del post de
Ramón fue la recurrencia a conceptos morales al referirse al ciclo biológico en
el que para sobrevivir, unos animales se comen a otros o se alimentan de otros
seres vivos, las plantas. Incongruente, según él, imagino, visto bajo la óptica
de los sapiens que habiendo creado a lo largo de miles de años por distintas
razones, dioses, conceptos morales, sentido del bien y el mal, una compleja
concepción de la realidad, ha llegado un momento en que para acercarse a hechos
tan naturales como el ciclo de la vida, que implica subsistir unos seres vivos a
costa de otros seres vivos, sus razonamientos, basados en la socialización, en
la concepción de una civilización avanzada, perdidos en la cercanía de su
percepción (los árboles no dejan ver el bosque), olvidan nuestra naturaleza
esencial de seres abocados a nacer, engendrar y morir en el marco de una lucha
constante por la supervivencia.
Mentira, verdad, el Bien, el Mal,
los dioses de todos los colores... Todos estos conceptos que queremos
aprisionar en el corsé de la razón, se entiende que son obra de las condiciones
biológicas que en algún momento de la evolución produjo el milagro de la
función cognitiva, un momento en que nuestra capacidad craneana fue apta para
dar respuesta a los porqués y tener conciencia de la propia existencia. Algo
que nos impelería a razonar, a buscar una relación causa-efecto en todo. Y como
nuestra capacidad de comprensión es y ha sido limitada a lo largo de toda la
historia, a los sapiens no se les ocurrió otra cosa que allá donde el
conocimiento de la realidad y su razón de existir y funcionar no llegaba, no se
les ocurrió otra cosa que inventar; inventar dioses, inventar quién creo el
universo, cómo se creó el primer ser humano, tantas respuestas fallidas que sin
embargo siguen alimentando a la mayoría de la población del planeta como
verdades infalibles. Darwin puso las cosas en su sitio, sin embargo la
evolución del ser humano a la hora de interpretar realidades que atañen a su
muerte o a la evolución de las especies y su complejidad en general, es pobre;
nos resistimos a aceptar nuestra condición mortal, nos resistimos a prescindir
de un dios y de una manera u otra seguimos atados a los dictados del Génesis, una obra literaria creada entre
el siglo XVIII y el VI a.C. que desde los conocimientos de aquella época
interpretó el origen del mundo a su manera.
Se trata de un ejemplo que puede
extenderse a la idea que tenemos sobre la moral, el bien, el mal. Tratamos de
reducir la realidad a nuestros esquemas mentales de parecida manera a como los
antiguos, con sus conocimientos de entonces, explicaban el nacimiento del
hombre, ya sea el Génesis o las interpretaciones
que hacen otras culturas de éste y parecidos acontecimientos.
Tema aparte serían los conceptos
morales, que imagino que tienen una base social y personal nacida de la
necesidad de vivir junto a otros seres de nuestra especie con un mínimo de
conflictividad. El bien y el mal nacerían como conceptos prácticos relacionados
con la supervivencia individual y colectiva. Hemos inventado la moral, los
dioses y tantas cosas más que nos sirven para convivir, no desesperar,
apaciguar el miedo a la muerte. Inventos útiles que probablemente se sostienen en
base a una necesaria convivencia que haga posible una existencia conveniente
para todos. De ahí que aplicar conceptos morales al comportamiento de los
animales sólo parezca una extrapolación de algo que sólo atañe a los sapiens y
a su forma de relacionarse entre ellos.
Volviendo a las garrapatas ¿quién
puede dudar del derecho que tienen ellas a luchar por su supervivencia? ¿Quién
se atrevería a hablar de maldad, algo que sólo podemos atribuir por otra parte
nada más que a los seres capaces de razonar que además han desarrollado un
código ético en donde determinados hechos reciben el nombre de maldades? ¿Quién
puede negar el derecho a la vida de las garrapatas? ¿Parásitas? No menos que
nosotros que somos los animales más parasitarios del planeta, y no sólo por
necesidad. Si las garrapatas fueran ruidosas, las notáramos de inmediato sobre
nuestra piel, estos bichos tendrían los días contados de manera parecida a los
camellos que en medio hostil como el desierto no hubieran desarrollado etcétera...
Y aquí lo dejo. Alguien me habló
algún día del rincón de pensar, una
práctica antigua en la escuela que consistía en mandar a ciertos niños que
daban explicaciones precipitadas sobre lo que se les preguntaba, a una esquina
de la clase. Yo uso mi rincón de pensar, me
lo autoimpongo cuando me encuentro con cuestiones como las de Ramón. Equivocado
o no suelo salir de ese rincón con las ideas más claras.
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