miércoles, 23 de mayo de 2018

Elogio de la gandulería

Mientras el abuelo hace el gandul su nieto Manuel apila leña para el invierno 


El Chorrillo, 23 de mayo de 2018 

Como estoy dispuesto a llenar todo este diario de los más variopintos paisajes, se me va a perdonar que otra vez vuelva a empezar con esa manida forma con que a veces comienzo mis anotaciones del día, es decir, en el momento preciso del despertar. 

Llevo muchas semanas que no madrugo, me despierto y, con los ojos cerrados, estoy atento a lo sonidos que me llegan, el piar de los pájaros, el rumor de la brisa, esta mañana el rugir de la tormenta en la lejanía; luego poco a poco voy separando los párpados y entonces es otro sentido el que se abre a la mañana, aparece la luz, el verde de las ramas de los árboles, el resto del pan y quesillo de las acacias, las nubes, el cielo azul y, si tengo suerte, puedo ver cruzar por ese ángulo superior de la ventana la silueta de un milano real; está mañana también fue el sentido del olfato que rastreo el olor a tierra mojada que dejó una breve lluvia sobre la parcela. Mis sentidos despiertan poco a poco como si se abrieran a un novedoso nuevo día, ese que cada mañana se alza a mi alrededor tras el breve periodo de muerte en que cada noche nos refugiamos para dar cabida a los sueños de ese otro yo nuestro que vive bajo la piel dando cobijo a nuestros miedos y anhelos. Mis sentidos necesitan tiempo para entrar en un régimen de revoluciones en que puedan constatar fielmente lo que les rodea. Y así ahí estamos yo y mi cuerpo y mis sentidos como otras tantas mañanas de esta primavera, como quien espera a Godot, hasta que las mariposas de las sensaciones poco a poco vienen a ocupar el entorno de la cabaña con su aire de placer y melancolía. Entonces, la imaginación, como un sentido del que se alimentaran otros, el tacto, las sensaciones, el regocijo del encuentro con otro cuerpo, las premisas de ese camino que trepa por la montaña mientras en el aire cantan los pájaros, como una fuente de la que manara el incienso de un recuerdo con nombre de mujer, se acurruca junto a mi almohada y me va recitando versos de amor que trepan por la mañana y se suben a las almenas de mis anhelos trayendo voces secretas que despiertan mi cuerpo.  

Y así estando, mi chica, ella se levantó al alba, se da una vuelta por la cabaña (a este le ha debido de pasar algo, debe pensar); me encuentra despierto en la cama y me dice: qué quieres que te diga, a mí me parece que esto es excepcional; mediodía y todavía en la cama. Y es que, sí, hoy mis sentidos, todos ellos, despertaron tan despacio, tan despacio, que era como si asistieran al primer amanecer y cada uno de ellos necesitara un tiempo extra para admirarse de ese universo del que mi cuerpo tomaba posesión a través de mis sentidos. Yo no tengo la culpa, yo me ciño a lo longitud de onda en que ellos cantan cada mañana su melodía; de ahí que hoy se me hiciera tan tarde. 

Aún así antes de levantarme tuve tiempo de mandar un guasap a una amiga que está a punto de ingresar en un convento de clausura ;-) diciéndole lo mucho que había pensado en ella los últimos días. Me sienta mal que a una chica en sus cabales se le vaya a ir la vida en meditaciones de convento. Luego abandoné la cama y salí a  la primavera del mediodía. Por cierto que mi chica se reía a carcajadas esta mañana cuando, leyendo un post anterior, ese en que decía que había tenido una jornada intensa porque lo que había hecho en todo el santo día había sido leer un poco y plantar un par de rosales, le pareció que exageraba con eso de la intensidad del día. No sé lo que entenderá ella con eso de tener un día intenso, pero es que yo leyendo a Séneca estos días (Dios, qué cosas lee este hombre), he decidido hacer lo contrario que él dictamina, es decir que si él escribe “El día que esté sometido al placer, también estará sometido al dolor”, afirmación que ni calcada, por cierto, de las mismas meditaciones del Buda; que si él escribe eso, yo me inclino por el placer diciendo que después me quiten lo bailado. Que la intensidad de la vida no viene de las muchas tareas domésticas y de arreglar grifos y plantar rosales, que también deriva de aprovechar el momento, ese  por ejemplo, en que las mariposas revolotean por encima de uno con sugestivas tentaciones. 

Me auguro de mi buen humor, es cierto, últimamente con tanto leer y escribir no doy palo al agua y es que al final es ella la que cocina mi sustento y da de comer a los jilgueros. Que sí, que apuntado como estoy a escaquearme de los asuntos de la patria,  de los de la casa y todo lo que no sea el entorno de mi cabaña, si no me espabilo me voy a convertir en un gandul. 

Y hojeando estaba el libro de Séneca, Sobre la brevedad de la vida, el ocio y la felicidad, cuando de golpe me encontré con esta afirmación: “Vida feliz es aquella que está de acuerdo con la propia naturaleza”. Date, me dije, si esa es una margarita de la que estaba yo el otro día pétalo a pétalo deshojando su contenido y tratando de averiguar qué era eso de mi naturaleza. El problema es que después de teclear durante un par de horas sobre el asunto apenas me anclaré sobre qué era eso de mi naturaleza. De todos modos también escribe Séneca que debemos buscar algo bueno, no en apariencia, sino que sea sólido, estable, y, sobre todo, más bello en su parte más secreta, lo que me lleva a pensar en dejar el asunto de la naturaleza para otro momento y considerar mi vagancia de hoy como inicio de esa búsqueda. Y me parece que la cosa puede tener miga, eso precisamente de buscar lo bello en su parte más secreta, especialmente considerando que mi gandulería bebe de una fuente muy bella y muy secreta. 

El día fue tan trabajoso, un librito de emotivos versos de Julieta Gamboa y unas pocas páginas de Ciudadela, amén de escribir sobre esa otra amada, la montaña, que apenas me quedó tiempo para a última hora escuchar un poco de música y escribir estas líneas para mi diario. Ahora el Concierto para clarinete de Mozart para iniciar la noche mientras miro a los murciélagos que revolotean en las cercanías de un nido que dejaron los últimos reyes magos en nuestra parcela. A lo lejos las luces de Navalcarnero estrellan el horizonte. Mico, nuestro gato, se subió a mí regazo y ahora los dos oímos en la oscuridad la obra de Mozart (Gaza, nuestra perra, a la que parece no interesar la música, se acurrucó a mis pies y ahora emite un ronquido suave similar al de algunos oyentes cuando se duermen en el auditorio escuchando una larga obra de Bruckner). El día se acaba. Buenas noches. 



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