![]() |
Iztaccíhuatl: Volcán inactivo, México, 5.220 metros |
El
Chorrillo, 4 de mayo de 2025
Cito a
Galdós, Fortunata y Jacinta. Lo siguiente: “Juan tenía temporadas. En
épocas periódicas y casi fijas se hastiaba de sus correrías (mujeriles) y
entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionaba como si fuera la mujer de
otro”. No he tenido más remedio que soltar una carcajada y cerrar
momentáneamente el libro para saborear la idea como si se tratara de uno de
esos pasteles que me compraba de niño con la paga de los domingos en
Sin
embargo la “ilusión” de Juanito, tan irónica y psicológicamente comprensible,
digamos que tiene otro origen que sólo un poco tiene que ver con lo sexual. Lo
nuevo, sí, qué ilusión la de un cuerpo nuevo, unos ojazos negros, una sonrisa
encantadora, un talle que ya de pensar en acariciarlo hace volar la imaginación
por las altas esferas celestiales.
Imposible
imaginar cómo en el siglo de Montaigne, el XVI, se lo podía montar aquella
gente más allá del galanteo, porque mancos no creo que fueran, la prueba está
en que ya dos siglos antes Boccaccio nos ilustraba religiosamente sobre lo que
se cocía entre hombres y mujeres, incluido lo que sucedía en los conventos de
monjas y la labor tan meritoria y querida que cierto mudito hacía entre las
alborozadas religiosas del convento. Sin embargo es claro que Montaigne, que no
era Boccaccio y sí mucho más comedido que éste, tenía una idea muy acertada de
cómo los sapiens pensamos y sentimos cuando escribía cosas como esta: “Nos
aburrimos de lo que poseemos y suspiramos por lo que no está a nuestro
alcance”. Y contaba cómo la tensión del cazador obcecado por perseguir a su
presa durante media mañana, cuando al fin la ha conseguido se relaja. El
galanteo ha terminado y ahora a otra cosa, mariposa, se dice para sí. Cazar es
apasionante pero haber cazado, en cambio, parece ya una anécdota. Lo que mueve
al sujeto no es la posesión, sino el impulso, la expectativa, la promesa. Juan,
Juanito, el hijo mimado de doña Bárbara, parece que se diera a mirar a Jacinta
como si fuera la de otro, un modo curioso y a la vez corriente para recuperar
la chispa original del deseo, de lo nuevo (¡ay, lo que se podrá cocer en los
cerebros de los sapiens y las sapians para dar curso a su placer!).
Hablando
de estas cosas es imprescindible traer a cuento al superstar Byung-Chul Han,
que en La agonía del Eros, retoma esta idea y la sitúa en el centro del
malestar contemporáneo. En una sociedad de transparencia y exhibición total,
donde todo se muestra y se consume de forma inmediata, escribe Han, el eros
pierde su fuerza y para que haya eros, debe haber distancia, opacidad,
misterio. Ese escote, por ejemplo, del que he escrito alguna vez, inspirador de
tantas fantasías y que para el sochantre de Álvaro Cunqueiro en una de sus
historias, era un puro perfume, un perturbador paisaje del que al clérigo le era
imposible retirar la vista. Cuando todo se muestra, el deseo parece quedar
ayuno de fuerzas.
No
recuerdo si he comentado ya por aquí cierta imagen de Alejandro Jodorowsky,
creo que era en Psicomagia. Contaba
allí cómo, en un striptease, el espectador, llevado por un deseo creciente,
mientras prenda a prenda iba cayendo, querría, dice Jodorowsky, que la mujer tras
desnudarse se abriera el vientre y mostrara sus entrañas. Se trata de una
imagen cruda y violenta, pero profundamente simbólica que habla de un deseo
irreprimible que busca alcanzar el centro del misterio.
El
deseo, como lo que nos impulsa hacia la cumbre de una montaña, no busca tanto
el objeto, la cumbre, como la tensión erótica, la promesa. Lo que se persigue
en esencia no es la cumbre, sino la tensión generada por alcanzarla, por
alcanzar eróticamente el encuentro con
el otro.
Cuando me ha surgido hablar de estos temas en
el trasfondo siempre he tenido la impresión de que veladamente hay cierta
concomitancia entre esos dos impulsos tan diferentes, el erótico y el que nos
lleva a escalar montañas. Existe una filosofía por medio que cuando tratamos de
indagar en los porqués aparece por aquí y por allá en ambos impulsos como
correlato de comportamientos que tienen sus orígenes en una forma de funcionar
nuestro cerebro.
¿Por
qué funciona así y no de otra manera? Bonita pregunta. Lo mismo Galdós no
habría necesitado echar mano de Darwin para contarnos algo al respecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario