sábado, 3 de mayo de 2025

Por qué le gustan a Juanito “las montañas” ;-)

 


Iztaccíhuatl: Volcán inactivo, México, 5.220 metros 

El Chorrillo, 4 de mayo de 2025

Cito a Galdós, Fortunata y Jacinta. Lo siguiente: “Juan tenía temporadas. En épocas periódicas y casi fijas se hastiaba de sus correrías (mujeriles) y entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionaba como si fuera la mujer de otro”. No he tenido más remedio que soltar una carcajada y cerrar momentáneamente el libro para saborear la idea como si se tratara de uno de esos pasteles que me compraba de niño con la paga de los domingos en la Mallorquina. Me encanta eso de de que Galdós nos descubra con tanta gracia que a Juanito le ilusionada su mujer como si fuera la mujer de otro. Me acordaba de alguien que defendía a capa y espada que él con su mujer tenía bastante y que no deseaba a ninguna otra. Algo que me sonó siempre muy contra natura y contracorriente de la lógica más primitiva. Porque el deseo, que no atiende a convenciones ni a fidelidades de ningún tipo, no se fragua en actas matrimoniales, en convenciones o en normas sociales; ni siquiera tiene en cuenta aquellos mandatos con los que descendiera Moisés del Sinaí, aquel no desearás a la mujer de tu prójimo. El deseo, que debe de ser uno de esos imperativos que inyectó la naturaleza en los circuitos neurales de los sapiens, no se anda con chiquitas. Guardadito quedará, reprimido, pero como agazapado a la espera de que cualquier brisa erótica lo despierte. Comenta Chirbes que ante un cuadro de Backer que refleja a una cortesana de pechos desafiantes, Jünger habla del “poder de Venus en el plano inferior”. Algo de lo que no se libran los sapiens por poco que les funcione la irrigación de dopamina o la testosterona en el organismo.

Sin embargo la “ilusión” de Juanito, tan irónica y psicológicamente comprensible, digamos que tiene otro origen que sólo un poco tiene que ver con lo sexual. Lo nuevo, sí, qué ilusión la de un cuerpo nuevo, unos ojazos negros, una sonrisa encantadora, un talle que ya de pensar en acariciarlo hace volar la imaginación por las altas esferas celestiales.

Imposible imaginar cómo en el siglo de Montaigne, el XVI, se lo podía montar aquella gente más allá del galanteo, porque mancos no creo que fueran, la prueba está en que ya dos siglos antes Boccaccio nos ilustraba religiosamente sobre lo que se cocía entre hombres y mujeres, incluido lo que sucedía en los conventos de monjas y la labor tan meritoria y querida que cierto mudito hacía entre las alborozadas religiosas del convento. Sin embargo es claro que Montaigne, que no era Boccaccio y sí mucho más comedido que éste, tenía una idea muy acertada de cómo los sapiens pensamos y sentimos cuando escribía cosas como esta: “Nos aburrimos de lo que poseemos y suspiramos por lo que no está a nuestro alcance”. Y contaba cómo la tensión del cazador obcecado por perseguir a su presa durante media mañana, cuando al fin la ha conseguido se relaja. El galanteo ha terminado y ahora a otra cosa, mariposa, se dice para sí. Cazar es apasionante pero haber cazado, en cambio, parece ya una anécdota. Lo que mueve al sujeto no es la posesión, sino el impulso, la expectativa, la promesa. Juan, Juanito, el hijo mimado de doña Bárbara, parece que se diera a mirar a Jacinta como si fuera la de otro, un modo curioso y a la vez corriente para recuperar la chispa original del deseo, de lo nuevo (¡ay, lo que se podrá cocer en los cerebros de los sapiens y las sapians para dar curso a su placer!).

Hablando de estas cosas es imprescindible traer a cuento al superstar Byung-Chul Han, que en La agonía del Eros, retoma esta idea y la sitúa en el centro del malestar contemporáneo. En una sociedad de transparencia y exhibición total, donde todo se muestra y se consume de forma inmediata, escribe Han, el eros pierde su fuerza y para que haya eros, debe haber distancia, opacidad, misterio. Ese escote, por ejemplo, del que he escrito alguna vez, inspirador de tantas fantasías y que para el sochantre de Álvaro Cunqueiro en una de sus historias, era un puro perfume, un perturbador paisaje del que al clérigo le era imposible retirar la vista. Cuando todo se muestra, el deseo parece quedar ayuno de fuerzas.

No recuerdo si he comentado ya por aquí cierta imagen de Alejandro Jodorowsky, creo que era en Psicomagia. Contaba allí cómo, en un striptease, el espectador, llevado por un deseo creciente, mientras prenda a prenda iba cayendo, querría, dice Jodorowsky, que la mujer tras desnudarse se abriera el vientre y mostrara sus entrañas. Se trata de una imagen cruda y violenta, pero profundamente simbólica que habla de un deseo irreprimible que busca alcanzar el centro del misterio.

El deseo, como lo que nos impulsa hacia la cumbre de una montaña, no busca tanto el objeto, la cumbre, como la tensión erótica, la promesa. Lo que se persigue en esencia no es la cumbre, sino la tensión generada por alcanzarla, por alcanzar eróticamente el  encuentro con el otro.

 Cuando me ha surgido hablar de estos temas en el trasfondo siempre he tenido la impresión de que veladamente hay cierta concomitancia entre esos dos impulsos tan diferentes, el erótico y el que nos lleva a escalar montañas. Existe una filosofía por medio que cuando tratamos de indagar en los porqués aparece por aquí y por allá en ambos impulsos como correlato de comportamientos que tienen sus orígenes en una forma de funcionar nuestro cerebro.

¿Por qué funciona así y no de otra manera? Bonita pregunta. Lo mismo Galdós no habría necesitado echar mano de Darwin para contarnos algo al respecto.


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