22/11/2025
Hoy era tan bello el atardecer. Fui consciente
de ello mientras trabajaba con la radial desguazando nuestra vieja furgoneta
familiar de los largos viajes de los veranos. Rodeado como estaba de chatarra y
en aquel momento con el cabestrante intentando arrancar la parte de delante de
la furgoneta, no era el momento más propicio para ser consciente del magnífico
espectáculo que se estaba produciendo en el horizonte, y sin embargo aquel
cielo de grandes llamaradas cubriendo las lejanas montañas de Gredos… ¡Ah,
cuántos recuerdos, cuántas vivas experiencias suscitaban en mí! No sé si
aquellos tiempos regresarán de nuevo, espero que sí. En ocasiones me sorprendo
descubriendo lo fértil que puede ser la vida, admirándome de esos giros que las
motivaciones van sembrando en ti y que tan inesperadamente pueden germinar al
poco que encuentren las condiciones precisas.
Y sin embargo, ahí estaban hoy las montañas de
Gredos y los recuerdos, un espontáneo regalo que como un ramillete de flores me
recordaba lo hermosa y diferente que puede ser la vida.
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| Ahí dentro hacía su vida nuestra vieja furgoneta familiar |
Gozo de cómo transcurre el tiempo este otoño. Cada
día que pasa, algo van creado mis manos o mi inteligencia, un bancal acabado,
la siembra de unas flores o verduras, algo escrito, la instalación de un
enchufe, la reparación de un grifo, ahora el desguace de una furgoneta…
Precisamente ahora una furgoneta. Ella fue
nuestra casa ambulante durante muchos años cuando mis hijos eran pequeños. Con
ella corrimos toda Europa desde las cercanías del Cabo Norte hasta el extremo
este de Turquía. Hasta Israel y el mar Muerto llegó cierto verano. Ayer mandé
al grupo de guasap familiar unas fotografías de distintas fases del desguace,
todo a mano, a golpe de radial; les decía que si no brotaba un hilo de
nostalgia viendo como poco a poco la furgoneta desaparecía. En mí sí despertó
una cierta emoción. Se trataba de un furgón que yo había convertido en una
pequeña casa con todo lo necesario para que mis tres hijos y nosotros pudiéramos
dar rienda suelta a nuestro afición por los viajes. Jamás esa furgoneta, ni
ninguna otra más adelante, pisó un camping. En verano, y cada vez que teníamos
algunos días de fiesta, era nuestro hogar.
“… Inundado por la dicha del recuerdo”, leía
ayer de un personaje en Los infinitos,
de John Banville. Sucede a menudo. Lo que haces a lo largo de la vida tiene con
frecuencia cierto carácter de inversión; tarde o temprano el recuerdo, la dicha
del recuerdo, te trae en sus manos pequeños trozos de vida olvidada que es un
placer saborear, como sucedía esta tarde mientras desguazaba la furgoneta
frente a un atardecer que traía de la mano a otros muchos que me sorprendieron
en alguna cumbre mientras preparaba mi vivac para la noche.
Había empezado a trabajar con el desguace a una
hora muy temprana. Hacía frío. La mañana tenía algo de esas otras mañanas de
los días de invierno cuando salía del saco de dormir para iniciar el regreso a
casa tras una noche de estrellas y de tranquila soledad en alguna cumbre. Ese
frío repentino y enseguida, después de un rato de marcha, el agradable calor
reconfortante del sol sobre mi cuerpo. No, no subo a las montañas últimamente,
pero esta mañana me sentía como en un día más de marcha, hoy con la pesada
radial en las manos y arropado hasta las orejas, me sentía como en un bosque,
en medio de la naturaleza, una naturaleza, por demás, que hemos creado con
nuestras manos en este pequeño rincón al sur de Madrid. Ahora que hemos
despejado los grandes olmos de la linde, la sierra allá de Gredos ofrecía una
presencia similar a la que se tiene desde alguna cima de Guadarrama.
Así que mañana fría de sol, las montañas al
fondo, el silencio, la soledad, el runrún de la radial, el crujir de la chapa,
y junto a ello, la dicha del recuerdo.








