sábado, 22 de noviembre de 2025

"...Inundado por la dicha del recuerdo"

 



22/11/2025

Hoy era tan bello el atardecer. Fui consciente de ello mientras trabajaba con la radial desguazando nuestra vieja furgoneta familiar de los largos viajes de los veranos. Rodeado como estaba de chatarra y en aquel momento con el cabestrante intentando arrancar la parte de delante de la furgoneta, no era el momento más propicio para ser consciente del magnífico espectáculo que se estaba produciendo en el horizonte, y sin embargo aquel cielo de grandes llamaradas cubriendo las lejanas montañas de Gredos… ¡Ah, cuántos recuerdos, cuántas vivas experiencias suscitaban en mí! No sé si aquellos tiempos regresarán de nuevo, espero que sí. En ocasiones me sorprendo descubriendo lo fértil que puede ser la vida, admirándome de esos giros que las motivaciones van sembrando en ti y que tan inesperadamente pueden germinar al poco que encuentren las condiciones precisas.

Y sin embargo, ahí estaban hoy las montañas de Gredos y los recuerdos, un espontáneo regalo que como un ramillete de flores me recordaba lo hermosa y diferente que puede ser la vida.


Ahí dentro hacía su vida nuestra vieja furgoneta familiar


Gozo de cómo transcurre el tiempo este otoño. Cada día que pasa, algo van creado mis manos o mi inteligencia, un bancal acabado, la siembra de unas flores o verduras, algo escrito, la instalación de un enchufe, la reparación de un grifo, ahora el desguace de una furgoneta…

 Precisamente ahora una furgoneta. Ella fue nuestra casa ambulante durante muchos años cuando mis hijos eran pequeños. Con ella corrimos toda Europa desde las cercanías del Cabo Norte hasta el extremo este de Turquía. Hasta Israel y el mar Muerto llegó cierto verano. Ayer mandé al grupo de guasap familiar unas fotografías de distintas fases del desguace, todo a mano, a golpe de radial; les decía que si no brotaba un hilo de nostalgia viendo como poco a poco la furgoneta desaparecía. En mí sí despertó una cierta emoción. Se trataba de un furgón que yo había convertido en una pequeña casa con todo lo necesario para que mis tres hijos y nosotros pudiéramos dar rienda suelta a nuestro afición por los viajes. Jamás esa furgoneta, ni ninguna otra más adelante, pisó un camping. En verano, y cada vez que teníamos algunos días de fiesta, era nuestro hogar.



“… Inundado por la dicha del recuerdo”, leía ayer de un personaje en Los infinitos, de John Banville. Sucede a menudo. Lo que haces a lo largo de la vida tiene con frecuencia cierto carácter de inversión; tarde o temprano el recuerdo, la dicha del recuerdo, te trae en sus manos pequeños trozos de vida olvidada que es un placer saborear, como sucedía esta tarde mientras desguazaba la furgoneta frente a un atardecer que traía de la mano a otros muchos que me sorprendieron en alguna cumbre mientras preparaba mi vivac para la noche.

Había empezado a trabajar con el desguace a una hora muy temprana. Hacía frío. La mañana tenía algo de esas otras mañanas de los días de invierno cuando salía del saco de dormir para iniciar el regreso a casa tras una noche de estrellas y de tranquila soledad en alguna cumbre. Ese frío repentino y enseguida, después de un rato de marcha, el agradable calor reconfortante del sol sobre mi cuerpo. No, no subo a las montañas últimamente, pero esta mañana me sentía como en un día más de marcha, hoy con la pesada radial en las manos y arropado hasta las orejas, me sentía como en un bosque, en medio de la naturaleza, una naturaleza, por demás, que hemos creado con nuestras manos en este pequeño rincón al sur de Madrid. Ahora que hemos despejado los grandes olmos de la linde, la sierra allá de Gredos ofrecía una presencia similar a la que se tiene desde alguna cima de Guadarrama.

Así que mañana fría de sol, las montañas al fondo, el silencio, la soledad, el runrún de la radial, el crujir de la chapa, y junto a ello, la dicha del recuerdo.


 

 

 


jueves, 13 de noviembre de 2025

Un dilema

 




13/11/2025

En mi lista de libros que esperan esa mano de nieve, me encuentro con Los Thibault. Lo descargo de la biblioteca digital, lo abro y, antes de seguir adelante, me informo del número de páginas de la obra: ¡3000! Lo cierro y me quedo pensando. ¿77 años es una edad para emprender semejante lectura?, una de las grandes novelas realistas francesas, la historia de una familia burguesa desde el principio del siglo XX hasta la Primera Guerra Mundial. Uff… Uno no debería pensar estas cosas y dedicarse mejor a hacer o leer sin este tipo de interrogantes. Pero el caso es que el interrogante está ahí. Hoy estuve desenterrando una electroválvula que estaba toda rodeada de raíces como los templos de Angkor; una hora de curro. Cuando terminé de liberarla enseguida me dije que tenía que construir una arqueta para aislarla y protegerla de las raíces, pero unos minutos después pensé que si la electroválvula ha servido para dar riego durante treinta años no merecía la pena, porque seguro que resistiría el tiempo que yo estuviera vivo. Me sucede esto con algunas cosas de la casa, si la instalación eléctrica es una chapuza, la hice yo, y falla en ocasiones, ¿merecerá la pena renovarla por completo en toda la casa? Me entran sudores pensar en ello, así que me digo: seguro que diez años o un poco más o menos resistirá. Y de paso añado para mi interior: el que venga detrás, que arree. Tengo una acacia a metro y medio de la cabaña que en diez años se hará enorme, el viento le arrancará grandes ramas capaces de derribar el tejado de la cabaña o capaz incluso de derrumbarse sobre ella. A veces la miro con cierta preocupación, pero termino olvidándolo. Un eucalipto gigante crece frente a la cabaña a unos quince metros. Cuando sopla el viento del oeste, aquí dominante, se mueve alarmantemente (cuando estoy en plan poético, digo solemnemente: una preciosidad). Días atrás llamé a una empresa dedicada a talar árboles. Pedí presupuesto. Al día siguiente ya había cambiado de opinión. El árbol está sano, me dije, y en diez años seguro que no se cae.

Lo que me queda de vida ha pasado a ser en los últimos tiempos una referencia a la hora de tomar ciertas decisiones. Días atrás José Sacristán en una entrevista para El País decía que “hay una edad en la que si no tienes claras las prioridades es que eres idiota”. Y teniendo medianamente claras mis prioridades, creo, la verdad es que me parece lógico esto que me sucede, no sólo con los libros…

No es nuevo, así que sigo pensando que la necesidad que tengo de hacer nada, de mirar a las musarañas y dejar pasear a mis pensamientos por donde les vengan en gana, me lo tomo muy en serio. Hacer nada. Si me metiera con la lectura de Los Thibault y tochos similares lo mismo me iba a encontrar demasiado ocupado. El tiempo que me queda de vida estrecha sus brazos en torno al modo en cómo empleo mi tiempo, así que ateniéndome a lo que decía José Sacristán, es lógico que acote en lo posible mis lecturas o aquello a lo que pueda dedicarme: cinco minutos para leer los titulares de la prensa, mucho tiempo para ensoñar, buenas lecturas y como plato fuerte alguna de esas pasiones que, como la montaña, han llenado tantas horas de placer, fuera esto pintar o, como ahora, dedicarme a las labores de jardinería y huerto.

Todo lo anterior en una pausa previa a elegir el libro que sustituirá a aquel de Roger Martin du Gard, Los infinitos, de John Baville. Es medianoche. En la oscuridad de la cabaña las llamas de la chimenea reconstruyen un tiempo en que la vida era simple; me retrotraen a la época de las cavernas. Busco algo que acompañe esta idea. Elijo la Sinfonía Alpina de Strauss. Mario y yo hemos talado hoy un par de árboles para construir un arriate frente a la ventana de mi cabaña. El contacto con la tierra estimula mis neuronas. Tras un día de trabajo, fuera la noche trae de las manos de Strauss un pedazo de los Alpes en clave musical, la música recrea ahora los momentos previos al alba. Mientras tanto, escucho, pienso, recuerdo, deseo que llegue pronto el nuevo día para continuar mis trabajos con la tierra y las plantas. Estoy emocionadamente nervioso. Mi distancia del mundo es un balsámico para mi soledad. Estos días la presencia consciente del yo es tan plena como en ciertos días de privilegiado caminar por las montañas. 

Banville explora la idea de que el arte y la ciencia son intentos humanos de rozar lo infinito. También esta idea sintoniza con mi estado de ánimo, vida simple, dedicación exclusiva a lo esencial. Escribe Banville que los dioses observan a los humanos con fascinación y, al mismo tiempo, con una tristeza antigua: ellos no mueren, pero están cansados de no morir. Son seres detenidos en un presente perpetuo, que ya no pueden experimentar el asombro ni el sufrimiento del tiempo. El ser humano es limitado, pero vivo en el sentido más pleno, porque su vida se agota. Y creo que es verdad, una vida ilimitada privaría a ésta de la tensiones que proporcionan el peligro, la aventura, la curiosidad, la pulsión entre el deseo y su realización. Frente a ello la certeza de nuestra limitud puede conseguir adensar especialmente en la última etapa de la existencia, el deseo de vida, el placer de respirar y aspirar a la belleza, la conciencia de lo vivido y experimentado. Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver crea unos personajes, los struldbrugs, que nacen inmortales, envejecen constantemente pero no mueren. No es ninguna ganga para ellos esa inmortalidad en el modo en que los dibuja, achacosos, taciturnos, avariciosos, sin memoria o sin afectos. Swift lo que viene a decir es que una vida muy dilatada sin proyectos, sin ilusiones, sin salud sería peor que la muerte. Muy diferente consideración merecería esta situación cuando conscientes de que nuestra vida se agota, aspiráramos a experimentar una buena dosis de asombro y curiosidad. 

 


miércoles, 12 de noviembre de 2025

Elogios en torno a la nariz y el pito


 

12/11/2025

La costrita de gurejo derecho de la nariz está en su punto para ser hábil y deliciosamente arrancada, pero estoy en pleno acto de voluntad, la promesa a mí mismo de no meterme el dedo en la nariz hasta la década que viene. Ah, me he prohibido terminantemente uno de los placeres, junto a aquel de agasajar al pito, que más disfruto. Ah, esa lucha por arrancar poquito a poquito, la costra, el moco; el desenlace, ese momento en que ya a punto de quebrar su resistencia, la costra poco a poco empieza a despegarse: ¡aleluya! Y saliendo lentamente del gurejo, dejando un hilacho mucoso todavía puedo al fin contemplarla y apresada entre los dedos ir haciendo deleitosamente una bolita con ella. ¡Y pensar ahora que está a punto, que me he prohibido semejante placer! ¡… la leche!

Sí, mi lucha con mi nariz es casi legendaria. Creo que desde que era niño me persigue el deseo irrefrenable de visitar constantemente mi personal cavernita. A otros les da por rondar constantemente la suavidad del apéndice entre las piernas. Cada cual tiene sus manías. El otro día cuando le pregunté al amigo del Chat por el modo en que podría dejar ese “feo” habito de hurgarse en la nariz, enseguida me dijo que no me preocupara, que es una cosa que aunque no se dice lo hace habitualmente mucha más gente de la que pensamos. A mal de muchos… Seguro que con lo del pirulí entre las piernas sucede algo parecido. Un hábito ancestral entre los sapiens y los monos que por mucho que unos y otros quieran poner puertas al viento, pues eso mismo.

Que los destinados en la sociedad a encasillar actos personales y a establecer lo que es conveniente o no, la hayan tomado con la nariz o el pito, exiliando a ambos al ámbito de lo secretísimo o inconveniente, no debería ser óbice para que cada cual, zi zeñor, haga con su pito o su nariz lo que le venga en ganas.

Ah, inocentes placeres que nos perdemos a cada momento y que tantos, si los practicaran con cierta asiduidad y gracia, seguro que se les iban de la cabeza tantas envenenadas pasiones que corrompen la convivencia y la política… La verdad es que después de tres días estoy en pleno síndrome de abstinencia. La noche, el fuego de la chimenea, el momento pleno de mi dichosa intimidad, el instante más propicio para inspeccionar la caverna de mis fosas nasales a la búsqueda de una apreciada costrosidad susceptible de ser arrancada, y sin embargo, nada. Me llevo cada poco el dedo a la nariz, pero enseguida salta la alarma: ¡peligro! Y entonces, como quien baja la cabeza arrepentido de estar a punto de cometer una mala acción, volver lentamente la mano al regazo, mirar al fuego distraído, resignarse.

El caso es que si no fuera porque de vez en cuando este ejercicio de excavación va acompañado por una leve hemorragia, algo que ya no me gusta, pues bueno, podría tolerarse; pero no es el caso porque la prospección termina con frecuencia como no debería terminar. Los ejercicios que conllevan palpar, inspeccionar, intentar por aquí o por allá levantar el arma del delito, acaban mal.

Ayer oía al novio de la IDA ante el Tribunal Supremo decir tales infantiles estupideces, tan pobre de espíritu le veía, tan pobre imbécil, que se me ocurría que si desde niño se hubiera acostumbrado a meterse el dedo en la nariz, o a acariciarse el pito, un acto que casi siempre viene acompañado por resquicios de meditación, de levitación llegaría a decir, seguro que no se habría buscado entretenimientos tales como lucrarse con las mascarillas en tiempos de pandemia o intentar burlar a Hacienda. Hay quien se pierde en los vericuetos de la vida en un abrir y cerrar de ojos. Se quejaba de que siendo un delincuente, por culpa del Fiscal del Estado, le habían destrozado la vida. Así que me voy de España o me suicido, dijo. No pude contener la risa cuando oí semejante estupidez. El presidente del tribunal le interrumpió diciendo: «No le recomiendo ninguna de las dos cosas. En todo caso hable con su abogado». Hable con su abogado, con su conciencia, y pase una buena tarde metiéndose el dedo en la nariz o acariciándose el pito, seguro que se lo pasará bien y con ello ni defraudará a Hacienda ni será un miserable que se lucra con los males de los demás.

 

 


viernes, 7 de noviembre de 2025

De la conveniencia de usar el coco


 

6/11/2025

Acababa de encender el fuego de la chimenea y, con el libro entre las manos me disponía a iniciar mi lectura, El crepúsculo del deber, Gilles Lipovetsky, cuando caí en que no había contestado el guasap que había recibido esta mañana del amigo X sobre mi post de ayer. X había publicado en un grupo de guasap un extenso e interesante texto sobre la vejez, y decía que no había tenido ni un solo comentario, megusta o similar, a su extenso escrito, que por demás caía en un contexto muy propio, tanto como para afectar a TODOS los integrantes del grupo, septuagenarios y octogenarios todos ellos. Que alguien se interese por la salud mental y física de personas en esa edad, tan propensas a hándicaps y problemas de fontanería :-) e incluso de coco :-), y que en un grupo de medio centenar de personas nadie abra la boca que no sea para felicitar cumpleaños o para hablar del tiempo, me temo que dice bastante sobre el grupo. Le ha sucedido muchas veces, me dice. Comenta que en las últimas tres semanas ha publicado en el chat del grupo cinco extensos textos sobre diversos temas de actualidad que superan el millar de palabras. Todos ellos han encontrado como respuesta “una estricta disciplina de monástico silencio”, nadie que comentara o diera señales de vida.

Creo haber escrito anteriormente sobre esta circunstancia tan frecuente en grupos de guasaps. Tres consideraciones: 1. Que los grupos suelen crearse con ciertas finalidades y que la mayoría de las veces cumplen un papel de simple intercambio informal de noticias, chascarrillos, etcétera. Nada que objetar. 2. Que siendo así, y pensando que los grupos están formados por personas inteligentes, que se presume deseosas de divertirse, aprender y compartir ideas y sucesos, lo más normal sería que esa finalidad primera derivara, como quien inicia una conversación hablando del tiempo para poder pasar a algo más interesante a continuación, a algo de más entidad o peso. Lo contrario, pasar días y días hablando del tiempo o felicitándose mutuamente los cumpleaños, es desmerecer de la inteligencia y de nuestra capacidad de pensar. 3. Ésta relacionada con la urbanidad. Pongo un ejemplo. Imaginemos una tertulia en la que participa medio centenar de personas. Alguien en esa tertulia propone un tema, hace un largo comentario sobre un asunto de actualidad y… absolutamente nadie contesta. Al rato vuelve con otro asunto, lo expone, pide opiniones y… todos convidados de piedra. ¿Qué podría decir o pensar una persona que con un mínimo sentido de la urbanidad, de la consideración por los otros, observara este espectáculo?

Cómo privar a nadie de decir o no decir, de hacer lo que le dé la real gana en un grupo de guasap o donde sea. Ah, la libertad. Pero… ah, también los peros. El asunto se parece mucho a algo que sucede con frecuencia en las redes sociales. Pocos son los que argumentan, piensan, intentan aclarar una parcela de la realidad, analizar, etcétera, y muchos, la mayoría, los que etcétera... Son tantos los espectadores de la vida… He hecho muchos miles de kilómetros caminando por las tierras de España, muchos, y en ese caminar he parado centenares de veces en bares y restaurantes de todo tipo de pueblos. Pocas, en pocas ocasiones he escuchado alguna conversación medianamente inteligente. Ramón y Cajal decía que la mayoría de la gente tiene dificultades para pensar, pero que a él le sucedía lo contrario, le era imposible dejar de pensar en todo momento.

Repito, nadie tiene obligación de participar en una conversación. Ello lo podemos interpretar de varias maneras. 1: no me da la gana participar y punto pelota. 2: Si me pongo a pensar la cabeza me puede echar humo, y eso es peligroso para la salud; se te puede quemar el pelo. 3: La pereza manda. Es más liviano y menos costoso hablar del tiempo o del fútbol, que intentar razonar sobre una propuesta que alguien ha puesto en el tablero. 4: No tengo capacidad o no quiero quedar en evidencia ante los demás. ¡Ay, los demás! Tan pendientes nosotros de qué dirán o no dirán. 5: No quiero manifestar públicamente lo que pienso sobre esto o lo de más allá.

Más allá de esta negación a pensar o a querer participar en una tertulia, está, digamos, por una parte las ganas de divertirte, pensar es divertido y gratificante, te obliga a analizar y a tener criterio propio; contrastar lo que tú piensas con lo que piensan los otros te enriquece; si te escayolan un brazo y no lo mueves durante meses, pierdes la capacidad de movimiento; ergo, si inmovilizas tus circuitos neurales o no los usas, con toda probabilidad lo mismo podemos regresar al estado embrionario de los hombres de Cromagnon. Ergo…

Paparruchas, sí; todas las que se quieran, pero dejando aparte la pereza o el respetable parecer de que uno no desee intervenir, dar su opinión en determinado grupo, tertulia o lo que sea, es de cajón que no podemos constantemente dejar a la deriva de “siempre los otros” lo que sucede en el mundo, no podemos limitarnos a ser sempiternamente convidados de piedra, y eso es así cuando sentados frente al televisor, frente a lo que se dice en tales o cuales grupos, nos limitamos a ser simples espectadores. La conciencia de un mundo perfectible que debería ser objeto de todo ciudadano no puede prescindir del debate, de contrastar ideas con los demás, de analizar la realidad global o particular. Y, por supuesto, tampoco es de recibo dejar plantados sin respuesta alguna a aquellos que sí hacen ese trabajo de analizar y servir al bien común con sus opiniones y comentarios.


miércoles, 5 de noviembre de 2025

“Viejo” pero contento

 


5/11/2025

Hoy comienza el invierno. Primer día de chimenea. Medianoche. Acabamos de ver Los valientes andan solos; el valiente: Kirk Douglas. También esto es nuevo, el fuego de la chimenea bailando bajo la pantalla de cine. Desde que he dejado la montaña, de momento, y me he hecho hortelano/jardinero, mi relación con una vida simple ha cobrado una relevancia que en absoluto esperaba. Ya había practicado durante todo el verano esa vida simple. Alabanza hice de ello en muchas ocasiones en mi diario de los caminos, pero lo que no esperaba era una continuación como ésta. Abandonar cualquier dependencia externa, ahora mucho más desde que me he encerrado en el prístino mundo de mi mismidad en donde no llega el trajín de las redes sociales y lo que pasa en el mundo lo recibo con cuentagotas; sin dependencia externa y sin las ataduras de lo que acostumbro hacer –sin más esas salidas semanales a la montaña que llevo practicando desde hace tantos años–, todo ello una liberación, está haciendo posible que haya podido dar suelta a esta inesperada pasión que me vincula con la tierra, los animales o las plantas.

En las rutinas del hombre solitario se ha inaugurado un nuevo calendario que tiene que ver con las épocas de siembra, los cuidados de la tierra, los sistemas de riego o el cuidado de los árboles. La soledad, le sucedía esta noche a Kirk Douglas, se lleva dentro como se llevan los riñones o el bazo. El solitario hace incursiones en la sociedad, en el mundo de los otros, pero llega un momento, cuando ésta se hace de nuevo muy patente, en que brota como una preciosa flor que recordara la esencia de su ser. Hoy Victoria me pasó una entrada que el amigo Muñiz había publicado en el guasap de un grupo, en el que ella participa, que trataba de contextualizar los males que lleva consigo ir cumpliendo muchos años. Eché un vistazo. En el texto se decía: “No estás enfermo (tantas dolencias que se nos vienen encima con la edad), estás envejeciendo. Días atrás, Carlos Soria, de vuelta de su ascensión al Manaslú, declaraba en alguna emisora que hasta ahora no se había dado cuenta de que tenía ochenta y seis años. Un toma de conciencia bastante tardía, pero que asume la realidad del deterioro que se va produciendo con la edad. Algo universal que vale tanto para un coche, un árbol o cualquier animal. Un proceso lento de lo más normalito. La lectura del texto que compartía Muñiz producía la sensación de estar oyendo a alguien que quiere quitar marras a los males de la edad poniendo en su sitio estos males, es decir, nada muevo en el frente, todo perfectamente normal… estamos envejeciendo. Eso es todo.

El texto va dirigido a asumir y a hacer tragar la píldora de la edad con un poco más de benevolencia, sin embargo ¿qué pensar cuando un amigo te dice, o yo mismo pienso, que es la madurez con todos sus posibles males la mejor época de la vida, que no cambiarías en absoluto tu vida de la madurez por los mejores años de la juventud? La experiencia acumulada a tantos niveles, los libros leídos, las reflexiones de toda una vida, los estudios, las relaciones vividas… todo ello puesto a tu servicio, como quien te ofrece en las manos un precioso tesoro. Me gusta la expresión experimentar con la vida, que tanto vale para referirse a las aventuras vividas como a la experiencia de la paternidad, como aquel que ha vivido insólitas aventuras, como a lo que has creado con tus propias manos. Cuando uno ha experimentado con la vida, ha hecho de ella una pequeña aventura, ha forjado proyectos, puesto en la práctica sueños. Todo esto es patrimonio de la edad madura, no agua pasada que no mueve molino; todo lo contrario, constatación de un existencia, miel en los labios la propia existencia.

Sin embargo, y sumado al valor de lo ya vivido, están las expectativas, los mundos que se nos abren y que tienen que ver con la absoluta disponibilidad de las veinticuatro horas del día para hacer lo que te venga en gana, que lógicamente abre una tan enorme cantidad de posibilidades que ningun otro momento de nuestra vida ni por asomo pudimos disfrutar. Quizás pensaba en ello cuando comencé a escribir este texto. Mi sensación ante las posibilidades que puede ofrecerte la vida es de asombro. Hoy, tras la comida, repantigado en la cabaña con el sol cayendo sobre mis ojos cerrados y saboreando el dulce cansancio de toda la mañana de trabajo en la parcela, pensaba en estas cosas, la edad, los trabajos que me ocupan durante la mañana, los libros que leo, el proyecto de construir una nueva huerta, de preparar algunos arriates de flores hacían me sintiera un afortunado. ¿Los males de la edad? Bueno, es cierto, no siempre uno tiene el cuerpo para estar cantando de la noche a la mañana, y sin embargo ¡cuánta música se puede sacar a los años de la madurez, cuánto gozo, cuántas inesperadas y pequeñas pasiones pueden despertarse a la vuelta de la esquina por poco que uno esté dispuesto a escucharse a sí mismo!

 


sábado, 25 de octubre de 2025

Unas notas sobre Lemniscata (∞)

 


26/10/25

La llegada esta tarde de un guasap del amigo Paco, un vídeo, trae a mi memoria diversos asuntos. El vídeo, que podéis ver más abajo, una puerta que se abre a un jardín y la cámara recorriendo un sendero enlosado, un perro que ladra a lo lejos y leve, pero audible, la respiración forzada de alguien próximo, que inspira cierta suerte de inquietud y que acaso ha entrado en escena sin que el sujeto que filma sea consciente de ello. Detengo por un momento la grabación mientras la cámara se acerca al objeto razón de ser del vídeo, una  escultura, Lemniscata. Sí, el hilo de una respiración confundida acaso con el sonido del agua de un regato o de una fuente produce cierto grado de inquietud. Vuelvo a activar el vídeo. Lentamente a lo lejos aparece iluminada girando sobre sí misma Lemniscata; en su interior el infinito recrea a su vez, como en una sucesión de espejos enfrentados, la sugerencia de otros mundos.



No es difícil que contemplando la escena, esa puerta que se abre pausadamente a un jardín para llevarnos a un misterioso rincón nocturno, recordar el relato de H. G. Wells La puerta en el muro. En él se narra la historia de un hombre que desde niño vive obsesionado con el recuerdo de una puerta verde en un muro blanco. Siendo niño perdido en Londres, había accedido a un jardín maravilloso, lleno de luz y calma, un lugar que parecía fuera del tiempo. Fue sólo una vez. Después durante toda su vida  volvió a ver aquella puerta en distintos momentos, pero nunca volvió a entrar, el miedo se lo impedía. Una alegoría del anhelo de lo perdido, de la infancia como paraíso inaccesible y de cómo la vida práctica nos separa de ese jardín interior donde alguna vez fuimos plenamente dichosos. He recordado esta historia muchas veces; el olvido se llevó consigo una parte importante de nuestros recuerdos, sin embargo, tras ese velo existe el anhelo de volver a encontrar la puerta que nos lleve a alguno de esos lugares preciosos que visitamos o vivimos de niños.

La puerta del jardín de Paco es una puerta abocada a llevarnos al escenario de una de sus creaciones que, creo, más estima entre sus trabajos. Ignoro qué representa para él la lemniscata del infinito (∞), esa curva en forma de ocho tumbado, acaso la idea del eterno retorno, el pensamiento de que la existencia no tiene principio ni fin, el ciclo de la vida y la muerte del que todos formamos parte en una infinita concatenación en que la muerte sirve a la vida que se transforma a su vez en muerte, etcétera. El ocho tumbado, dos bucles que se equilibran, podría sugerir la unidad de los contrarios, día y noche, materia y espíritu, lleno y vacío. El equilibrio de los opuestos, el yin y el yang, ya que ambos representan la unidad dinámica de los contrarios. Luego está el movimiento de Lemniscata que lo que hace quizás es reproducir precisamente ese bucle que simboliza el infinito.

De todos modos, y al margen de los significados que puedan recaer sobre la escultura por parte del espectador, e intentando desconocer el título de la obra, ya que su título condiciona o induce lo que podamos pensar de ella, es relevante el hecho artístico que nos habla de la belleza neta y de la pureza de las formas mediante el lenguaje universal de la geometría.

Una sensación adicional, puesta ahí la escultura en “un rincón de la noche” y desposeída de posibles significados culturales, podría decirse que lo que transmite es serenidad.

 


viernes, 24 de octubre de 2025

Viento del oeste


 

24/10/2025

Leo a Krasznahorkai. La densidad de larguísimos párrafos, un tren que llega a una solitaria estación, una tormenta que termina disolviéndose en la distancia, y mientras tanto en pequeños incisos pienso en si acaso estaré penetrando en un espacio nuevo que ha de llevarme a algun especial lugar donde palpitan rastros de emoción relacionados con el contacto de la tierra. Alejado del mundo y absorbido por las tareas del jardín, qué he hecho hoy, qué haré mañana, cómo y por dónde haré la nueva salida de desagüe de la fosa séptica, protegeré o no de la lluvia el montón de estiércol sobrante, qué orden seguiré en los trabajos, podar, triturar, compostar; en el inciso en que la realidad global hace su aparición, el mundo y sus cuitas se amortiguan, incluso las excentricidades del psicópata Pato Donald se matizan y adquieren mientras rastrillo la tierra la calidad propias del tarado mental, lo que alivia la presión de los despropósitos; a un enfermo siempre le perdonamos un tanto sus desafueros. Pero la tierra es bondadosa y termina por dejar a un lado eso que no tiene solución que no sea que el tal, pinpanpún, pase a mejor vida. Poca cosa, pero que al menos daría un respiro a lo que sucede más allá de mi jardín.

“En los últimos mil años, muchos vientos habían recorrido aquel espacio”. A este lugar algo parecido debió de sucederle, sólo que campo yermo, hasta que llegamos nosotros, ninguna música sonaba entre los árboles, que no existían, ningún pájaro cantaba en las ramas. Ahora el viento desde hace días ha vuelto a visitarnos. Los árboles andan agitados zarandeados noche y día por las ráfagas del oeste. Siempre es así, llegan sin más de la lejana sierra de Gredos, fuertes, arrafagados. Me obligan a dormir con la puerta cerrada. Por la mañana todavía están allí. Ayer al palear el estiércol un fino polvo me cegaba y se me metía por la boca. Tuve que protegerme los ojos y buscar una mascarilla para seguir trabajando. ¿De dónde vendrá el viento? ¿Dónde tiene su lugar de reposo en los días de calma?

Cuando cavas ahí abajo te encuentras cientos de raíces, lombrices, quizás alguna topera. Bajo la surperficie vibra una VIDA misteriosa que desconocemos. Las raíces, las lombrices, las bacterias que trabajan incansablemente en el suelo; también los conejos, los topos o las marmotas en otras latitudes. Yo alimento ese mundo desde hace días, lo estercolo, lo riego, le quito las malas hierbas, la vegetación muerta. El contacto con la tierra me hace dichoso. Deberíamos asombrarnos de ese mundo en el que tanta vida se mueve. “A menudo toco con asombro la tierra y la acaricio”, escribe Han en Oda a la tierra.

Hicimos una severa poda en algunos olmos de la linde del oeste. Sus largas pelambreras yacen en el suelo esperando ser troceadas y apiladas en la leñera. Son árboles que planté del tamaño de uno o dos palmos hace más de treinta años. Sus vidas han corrido paralelamente a las nuestras, las de Victoria y mía y la de nuestros hijos. Hoy nuestros brazos no dan para abarcar sus troncos. Se alimentan de la tierra, el agua y el sol. Viven en sintonía con sus semejantes, las lombrices o los pájaros. El constante ulular de sus ramas y hojas acunan mi sueño estas noches.

Leo estos días a Laslo Kranaszhorkai. Habla del nieto del príncipe Genji, un gran observador de las cosas de la naturaleza y los templos antiguos del Japón… Su lectura  me hace pensar que apenas vemos, que vivimos una parte insignificante de cuanto vibra a nuestro alrededor. O si lo hacemos, cuando vemos un árbol sólo vemos un árbol. Todo es tan real, tan conocido, tan repetido, y estamos ocupados en tantas otras cosas… Acaso eso sea también la vejez, todo lo conocemos, todo lo sabemos… aparentemente.

¿Será necesario, imperativo ya mismo, poner coto a esta manera superficial de relacionarse con los árboles, con la Naturaleza entera? Una piedra, una montaña, un árbol, un pájaro, una nube, ¿habrán de dejar de ser sólo una piedra, una montaña, un árbol, un pájaro, una nube? Los elementos de la Naturaleza deberían dejar de ser eso que vemos de pasada para constituirse en vida latente, misterio, hermandad. Todo lo contrario de lo que usualmente nos sucede, que pareciera que la vida son lo que dicen las portadas de los periódicos, lo que aparece en la tele, lo más visto o más oído; de manera que la Naturaleza, que todos parecemos apreciar, en realidad adormece en nosotros cuando apenas prestamos atención a su intimidad, a la existencia propia que constituyen las vidas de los animales, las plantas, las montañas más allá del simple hecho de caminarlas.