El
Chorrillo, 22 de enero de 2025
En el
Cercanías. Voy camino del hospital a que me retiren las grapas. Ojeo la prensa.
Hoy da miedo leer el periódico. Da miedo porque no es tanto que el mundo vaya
siendo poco a poco gobernado por tarados. Da miedo porque la conciencia social,
la justicia, están siendo relegadas a un punto de tan ínfima importancia que
sin quererlo vamos hacia una sociedad que cada vez más se va pareciendo a la
ley de la selva. Y quienes lo relegan no son Trump ni la extrema derecha, sino
esa mayoría de la sociedad que poco a poco va confraternizando con los
criterios de la extrema derecha. Viva yo y mis circunstancias y a los demás que
les den por culo. Los tarados, los ególatras, la codicia, la mentira, al
poder. Eso es lo que vota tanta gente
aquí y en Estados Unidos
El
miedo no proviene de esos grupos que alentan desde la extrema derecha un mundo
con perfiles neonazis, sino de la población que los sustenta con sus votos. Da
miedo un mundo como el que se está forjando, donde los delincuentes pueden
mandar a la cárcel al fiscal del Estado, donde la fuerza bruta de los
descendientes del Holocausto es capaz de masacrar al pueblo palestino, donde
esquilmar las fuentes de energía es la norma. El Ártico se licua, pero es
igual.
Levanto
la vista del teléfono y mis ojos tropiezan un asiento por delante con una
preciosidad de muchacha. Qué cosa tan bonita, su gracia, su sonrisa, esa
naturalidad con la que abre los ojos como platos escuchando a su compañera de
al lado. En Méndez Álvaro tomo la línea Gris. Subo al tren y una muchacha me
ofrece su asiento. Declino amablemente
el ofrecimiento con unas pocas palabras. Van dos veces en una semana que me
ofrecen un asiento. Mosqueo al canto. ¿De verdad tengo cara de viejecito, tanto
como para que me ofrezcan un asiento? Me encuentro tan a gusto entre las cosas
de la vida y entre la gente que me cuesta pensar que me queden pocos años y
tenga que morirme. Sí, con lo bonito que era hoy, por ejemplo, hablar con la
enfermera que me estaba quitando los puntos. Esa naturalidad que tienen algunas
mujeres es un regalo para los sentidos, me hace sentirme en el mejor de los
mundos. Tienes chimenea en casa, ¿verdad?, me decía mientras trataba de extraer
un punto sepultado en la costra de la cicatriz. Me sorprendí, no caía. A ella
le gustaba el perfume que se había agarrado a mi camiseta la noche anterior. Me
contaba que ella cuando va al pueblo en invierno tiene la chimenea todo el día
encendida. Había entrado en la consulta un poco corrido porque había cerrado
mal la válvula de la bolsa de la orina que cuelga en mi pierna y todo el
líquido se había derramado por la pernera y el zapato. Ella lo vio enseguida y
se dispuso a arreglar el entuerto. No hizo falta, ya me había asegurado yo de
cerrar firmemente la válvula.
Después
cogí el metro y me fui al dentista. Bazal y su ayudante Andrés me recibieron
como si fuera de la familia. Nos conoce a todos y cuando vamos a consulta
siempre pregunta por uno u otro para ponerse al día. Bazal tiene una relación
especialmente cariñosa con mi hijo Mario. En sus años de cabrero, Bazal,
sabiendo que los ingresos de mi hijo eran escasos, se negó rotundamente a
cobrarle las consultas. Desde entonces se estableció un clima de cordialidad.
De tanto en tanto, y en especial en Navidades, el doctor Bazal recibía de mi
hijo en su consulta un cabrito listo para ser metido en el horno. Cuando Mario
dejó el chozo en donde vivía y abrió una quesería, lo que le llegaba al doctor
con cierta regularidad eran quesos artesanales, esos quesos que ganaron varios
premios en
Salí de
la consulta con la sensación de que vivía en el mejor de los mundos. La gente,
esa que probablemente vota siempre al PP y que es culpable de los derroteros
esperpénticos que toma a veces nuestra política nacional y de
De buena gana reproduciría aquí las últimas páginas,
un día de lluvias torrenciales en el Pirineo en que me refugié en una cabaña
medio destruida… Las
hayas chorreaban aguas milenarias, lo habían estado haciendo durante cientos de
años. Esos dos días y medio, esa noche, eran sólo una parte ínfima de aquella
secuencia de nieblas y lluvias. Repicaba el agua sobre el tejado de pizarra con
la misma aburrida reiteración con que las olas besan las arenas de la playa
desde el principio de los siglos. Gruesos goterones atravesaban los numerosos
huecos que el tiempo había ido abriendo obstinadamente entre las losetas de
pizarra dejándose caer sobre los charcos del suelo de tierra con la monotonía
exasperante de un grifo mal cerrado que alejara el sueño de un cuerpo cansado.
Fuera, las hayas lloraban repletas de niebla y pena. Llegaba la voz anónima de
un arroyo que corría entre la espesa hojarasca como un tímido que atravesara la
vida de puntillas para no hacer ruido a su alrededor, un ruido amortiguado de
tripas corriendo valle abajo con el corazón lleno de pena...
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