martes, 7 de abril de 2020

Éramos felices y no lo sabíamos





El Chorrillo, 7 de abril de 2020

Cuando comprobar que por la punta del pito te sale con normalidad sin atascos ni dolor la orina se convierte en una muy agradable sensación. Después de un mes, me quitaron la sonda en el hospital esta mañana y ahora el alivio me corre por dentro con el gustillo que proporciona la normalidad. De esa normalidad va hoy la cosa.
Mientras miraba por la ventana la brillantez de la luz que acariciaba las tiernas hojas de las acacias sobre un cielo de fondo que amenazaba lluvia, pensé en esa idea, la normalidad, ese pequeño mundo en que nos movemos cada día, sin dolencias, sin sobresaltos, sanos. Así estaba cuando de repente me pareció, recordando algo que había leído en torno a las circunstancias que vivimos estos días, que efectivamente, antes éramos felices y no lo sabíamos. Vives en el paraíso de lo cotidiano, pero las inquietudes nos hacen cosquillas, nos llevan de acá para allá deseosas de otras cosas y sin darnos cuenta el presente se esfuma y, visto y no visto, ya estamos a lomos del viento volando hacia el futuro o hacia cualquier otro paraje que nos aleja de la miel del presente; el deseo, ese culo inquieto que apenas puede estarse sentado un rato sin buscar una percha en donde colgar un nuevo estímulo, es poco amigo de esa paz búdica que busca pensarse o pensar el mundo en el sosiego de la contemplación.
Las preocupaciones nos llevan lejos, allende las fronteras de nuestra mismidad al punto de olvidarnos parcialmente de que cuando estamos sanos, tenemos para satisfacer nuestras necesidades más primarias y nuestro espíritu y cuerpo pueden recrearse con un libro o un paseo por la montaña, vivimos en cierto modo un grado de felicidad que no apreciamos. Intento ponerme en la piel de alguna de esas familias en que en estos momentos se ha cebado el drama del covid-19, por ejemplo. La yaya y algún familiar en el hospital, la inseguridad de una hija enfermera, cosas así. Momentos difíciles desde donde, si nos dejaran, con cuánto gusto volveríamos al pasado a paladear nuestro día a día que dejamos evaporarse en el pasillo de las prisas y del “cuál es el plan par mañana”. ¿Quién no daría marcha atrás, si no la humanidad entera, por regresar a esa otra felicidad de hace meses, que hoy nos parece desde el estado de alarma, un remanso de bienestar?
Siempre sucede que nos acordemos de Santa Bárbara no cuando truena sino cuando en situaciones como éstas reconsideramos la cotidianidad de cualquier día del pasado febrero. Esa persecución que nos lleva a ir más allá de donde estamos, ascender social o económicamente en esto o lo otro, tener más, pero sobre todo ese impulso constante de vivir en el futuro de una aspiración, ese ir detrás del galgo tras la liebre, me pregunto, ¿no será un mal endémico que nos impide ver la bondad del mundo que vivimos en el presente?
 Ayer volvía a escuchar de un personaje de una película de Kurosawa, La fortaleza escondida, aquella vieja cantinela de vive como si fuera el último día de tu vida. Vieja cantinela que a cada momento nos reclama a la realidad de un presente que probablemente dejamos pasar con la misma ligereza de quien bebe del gollete de una botella de vino de gran reserva que ha necesitado de muchos años para conseguir un aroma y un sabor de calidad superior y que pasará por el gaznate del que tiene mucha prisa sin pena ni gloria como un vino peleón de un menú del día. 
No es ocioso que yo recuerde estas cosas hoy en las circunstancias en que vivimos y recién venido del hospital. Una retención de orina, como un cólico nefrítico que tuve hace años mientras caminaba por las sierras de Aragón, puede llegar a parecerse a los dolores de un parto, así que cuando todo ha pasado el alivio es tan hondo que uno no quisiera volver a verse nunca en las mismas. Así las cosas se oye hablar mucho de que después de esto todos vamos a ser mejores personas y mucho más conscientes de nuestra fragilidad, lo que nos ayudaría a llevar una vida más lógica y más acorde con lo que nos sugiere esa transformación social que nos hace ver a vecinos y desconocidos como compañeros próximos del mismo barco. Por esperanzas que no falten, pero quede por medio la evidencia de lo frágil que es la memoria. Un remedio casero contra el olvido, será dedicar ratos entonces a reconsiderar esos dolores por los que uno ha pasado, las calles desiertas, la soledad de los ancianos en los hospitales, los aplausos de los balcones…
Escribir en estas y otras circunstancias puede no ser otra cosa que decirme a mí mismo constantemente que la vida es ahora y que siendo ahora no ha de dejar en el olvido lo que las circunstancias penosas nos enseñaron. Un sistema de ajuste por vía de la cohesión social y el sentimiento de hermandad que nos ayude a construir un mundo mejor. Ese “cuando éramos felices y no lo sabíamos” podría enunciarse entonces con un “cuando las sendas del dolor y las privaciones nos mostraron el camino hacia un mundo mejor”. El amigo Antonio me enviaba esta tarde un vídeo que lleva por título un conocido tema que viene de esa tierra amiga que es Italia, donde la pandemia se ha cebado tanto como en España: Volare, es su título, un bello paseo por “el otro mundo”, el de antes de la pandemia del que hablaba más arriba. Pero, esos peros que cuelgan siempre en la incertidumbre del futuro, la canción no los pasa en alto; termina así:
Tutti i sogni nell'alba svaniscon perché
Quando tramonta la luna li porta con sé.

(Todos los sueños al amanecer se desvanecen porque
Cuando la luna se pone, los lleva consigo).

Volare
Más o menos lo que decía más arriba. Pero quién sabe si de verdad este fregado en que estamos metidos no nos despabilará de una vez por todas.
Noto que la cosa va de demasiado seria estos días, así que hoy tengo que terminar estas líneas de modo algo diferente. El maestro Francisco Umbral mantenía que un artículo debe ser como una morcilla bien atada por el principio y final, así que como el atado de arriba lo comencé con el pito, no tengo más remedio que cerrarlo por debajo de parecida manera. Uno en la literatura universal se encuentran loas de todos los colores, a personas, hechos, amores, etc., pero lo que yo jamás me he encontrado ha sido una loa al pito, algo realmente injusto dado los tan buenos momentos que el pito nos ha proporcionado a lo largo de la vida, salvo, evidentemente, cuando se ha visto amortajado y atravesado por una sonda vesical. Así que voy a ver si encuentro un rato de inspiración para hacer versos, esas cosas que sólo se escriben desde dentro del alma cuando uno está enamorado, y le dedico unos versitos que le resarzan por el abandono sufrido. Amén.

Nota: No es perdáis el vídeo de más abajo, es todo un ramalazo de ternura.



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