jueves, 13 de noviembre de 2025

Un dilema

 




13/11/2025

En mi lista de libros que esperan esa mano de nieve, me encuentro con Los Thibault. Lo descargo de la biblioteca digital, lo abro y, antes de seguir adelante, me informo del número de páginas de la obra: ¡3000! Lo cierro y me quedo pensando. ¿77 años es una edad para emprender semejante lectura?, una de las grandes novelas realistas francesas, la historia de una familia burguesa desde el principio del siglo XX hasta la Primera Guerra Mundial. Uff… Uno no debería pensar estas cosas y dedicarse mejor a hacer o leer sin este tipo de interrogantes. Pero el caso es que el interrogante está ahí. Hoy estuve desenterrando una electroválvula que estaba toda rodeada de raíces como los templos de Angkor; una hora de curro. Cuando terminé de liberarla enseguida me dije que tenía que construir una arqueta para aislarla y protegerla de las raíces, pero unos minutos después pensé que si la electroválvula ha servido para dar riego durante treinta años no merecía la pena, porque seguro que resistiría el tiempo que yo estuviera vivo. Me sucede esto con algunas cosas de la casa, si la instalación eléctrica es una chapuza, la hice yo, y falla en ocasiones, ¿merecerá la pena renovarla por completo en toda la casa? Me entran sudores pensar en ello, así que me digo: seguro que diez años o un poco más o menos resistirá. Y de paso añado para mi interior: el que venga detrás, que arree. Tengo una acacia a metro y medio de la cabaña que en diez años se hará enorme, el viento le arrancará grandes ramas capaces de derribar el tejado de la cabaña o capaz incluso de derrumbarse sobre ella. A veces la miro con cierta preocupación, pero termino olvidándolo. Un eucalipto gigante crece frente a la cabaña a unos quince metros. Cuando sopla el viento del oeste, aquí dominante, se mueve alarmantemente (cuando estoy en plan poético, digo solemnemente: una preciosidad). Días atrás llamé a una empresa dedicada a talar árboles. Pedí presupuesto. Al día siguiente ya había cambiado de opinión. El árbol está sano, me dije, y en diez años seguro que no se cae.

Lo que me queda de vida ha pasado a ser en los últimos tiempos una referencia a la hora de tomar ciertas decisiones. Días atrás José Sacristán en una entrevista para El País decía que “hay una edad en la que si no tienes claras las prioridades es que eres idiota”. Y teniendo medianamente claras mis prioridades, creo, la verdad es que me parece lógico esto que me sucede, no sólo con los libros…

No es nuevo, así que sigo pensando que la necesidad que tengo de hacer nada, de mirar a las musarañas y dejar pasear a mis pensamientos por donde les vengan en gana, me lo tomo muy en serio. Hacer nada. Si me metiera con la lectura de Los Thibault y tochos similares lo mismo me iba a encontrar demasiado ocupado. El tiempo que me queda de vida estrecha sus brazos en torno al modo en cómo empleo mi tiempo, así que ateniéndome a lo que decía José Sacristán, es lógico que acote en lo posible mis lecturas o aquello a lo que pueda dedicarme: cinco minutos para leer los titulares de la prensa, mucho tiempo para ensoñar, buenas lecturas y como plato fuerte alguna de esas pasiones que, como la montaña, han llenado tantas horas de placer, fuera esto pintar o, como ahora, dedicarme a las labores de jardinería y huerto.

Todo lo anterior en una pausa previa a elegir el libro que sustituirá a aquel de Roger Martin du Gard, Los infinitos, de John Baville. Es medianoche. En la oscuridad de la cabaña las llamas de la chimenea reconstruyen un tiempo en que la vida era simple; me retrotraen a la época de las cavernas. Busco algo que acompañe esta idea. Elijo la Sinfonía Alpina de Strauss. Mario y yo hemos talado hoy un par de árboles para construir un arriate frente a la ventana de mi cabaña. El contacto con la tierra estimula mis neuronas. Tras un día de trabajo, fuera la noche trae de las manos de Strauss un pedazo de los Alpes en clave musical, la música recrea ahora los momentos previos al alba. Mientras tanto, escucho, pienso, recuerdo, deseo que llegue pronto el nuevo día para continuar mis trabajos con la tierra y las plantas. Estoy emocionadamente nervioso. Mi distancia del mundo es un balsámico para mi soledad. Estos días la presencia consciente del yo es tan plena como en ciertos días de privilegiado caminar por las montañas. 

Banville explora la idea de que el arte y la ciencia son intentos humanos de rozar lo infinito. También esta idea sintoniza con mi estado de ánimo, vida simple, dedicación exclusiva a lo esencial. Escribe Banville que los dioses observan a los humanos con fascinación y, al mismo tiempo, con una tristeza antigua: ellos no mueren, pero están cansados de no morir. Son seres detenidos en un presente perpetuo, que ya no pueden experimentar el asombro ni el sufrimiento del tiempo. El ser humano es limitado, pero vivo en el sentido más pleno, porque su vida se agota. Y creo que es verdad, una vida ilimitada privaría a ésta de la tensiones que proporcionan el peligro, la aventura, la curiosidad, la pulsión entre el deseo y su realización. Frente a ello la certeza de nuestra limitud puede conseguir adensar especialmente en la última etapa de la existencia, el deseo de vida, el placer de respirar y aspirar a la belleza, la conciencia de lo vivido y experimentado. Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver crea unos personajes, los struldbrugs, que nacen inmortales, envejecen constantemente pero no mueren. No es ninguna ganga para ellos esa inmortalidad en el modo en que los dibuja, achacosos, taciturnos, avariciosos, sin memoria o sin afectos. Swift lo que viene a decir es que una vida muy dilatada sin proyectos, sin ilusiones, sin salud sería peor que la muerte. Muy diferente consideración merecería esta situación cuando conscientes de que nuestra vida se agota, aspiráramos a experimentar una buena dosis de asombro y curiosidad. 

 


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