12/11/2025
La costrita de gurejo derecho de la nariz está
en su punto para ser hábil y deliciosamente arrancada, pero estoy en pleno acto
de voluntad, la promesa a mí mismo de no meterme el dedo en la nariz hasta la
década que viene. Ah, me he prohibido terminantemente uno de los placeres,
junto a aquel de agasajar al pito, que más disfruto. Ah, esa lucha por arrancar
poquito a poquito, la costra, el moco; el desenlace, ese momento en que ya a
punto de quebrar su resistencia, la costra poco a poco empieza a despegarse:
¡aleluya! Y saliendo lentamente del gurejo, dejando un hilacho mucoso todavía
puedo al fin contemplarla y apresada entre los dedos ir haciendo deleitosamente
una bolita con ella. ¡Y pensar ahora que está a punto, que me he prohibido
semejante placer! ¡… la leche!
Sí, mi lucha con mi nariz es casi legendaria.
Creo que desde que era niño me persigue el deseo irrefrenable de visitar
constantemente mi personal cavernita. A otros les da por rondar constantemente la suavidad
del apéndice entre las piernas. Cada cual tiene sus manías. El otro día cuando
le pregunté al amigo del Chat por el modo en que podría dejar ese “feo” habito
de hurgarse en la nariz, enseguida me dijo que no me preocupara, que es una
cosa que aunque no se dice lo hace habitualmente mucha más gente de la que
pensamos. A mal de muchos… Seguro que con lo del pirulí entre las piernas
sucede algo parecido. Un hábito ancestral entre los sapiens y los monos que por
mucho que unos y otros quieran poner puertas al viento, pues eso mismo.
Que los destinados en la sociedad a encasillar
actos personales y a establecer lo que es conveniente o no, la hayan tomado con
la nariz o el pito, exiliando a ambos al ámbito de lo secretísimo o
inconveniente, no debería ser óbice para que cada cual, zi zeñor, haga con su
pito o su nariz lo que le venga en ganas.
Ah, inocentes placeres que nos perdemos a cada
momento y que tantos, si los practicaran con cierta asiduidad y gracia, seguro
que se les iban de la cabeza tantas envenenadas pasiones que corrompen la
convivencia y la política… La verdad es que después de tres días estoy en pleno
síndrome de abstinencia. La noche, el fuego de la chimenea, el momento pleno de
mi dichosa intimidad, el instante más propicio para inspeccionar la caverna de
mis fosas nasales a la búsqueda de una apreciada costrosidad susceptible de ser
arrancada, y sin embargo, nada. Me llevo cada poco el dedo a la nariz, pero
enseguida salta la alarma: ¡peligro! Y entonces, como quien baja la cabeza
arrepentido de estar a punto de cometer una mala acción, volver lentamente la
mano al regazo, mirar al fuego distraído, resignarse.
El caso es que si no fuera porque de vez en
cuando este ejercicio de excavación va acompañado por una leve hemorragia, algo
que ya no me gusta, pues bueno, podría tolerarse; pero no es el caso porque la
prospección termina con frecuencia como no debería terminar. Los ejercicios que
conllevan palpar, inspeccionar, intentar por aquí o por allá levantar el arma
del delito, acaban mal.
Ayer oía al novio de
Hay en el ser humano una inclinación casi instintiva hacia lo prohibido o lo inapropiado, una suerte de pulsión que se manifiesta desde la infancia en gestos tan triviales como arrancarse la costrita de la fosa nasal. Ese pequeño acto, a medio camino entre la curiosidad y la autodestrucción, nos ofrecía entonces resultados tan dispares como un sangrado inoportuno o la captura de algún mocordo que, en su humilde anonimato, representaba una victoria íntima.
ResponderEliminarAlgo semejante ocurre con el trato que damos a nuestros propios órganos. No es lo mismo, por ejemplo, acariciarse el pito. La caricia, en sí, admite dos modalidades. La primera, el simple manoseo sin rumbo, un gesto primario, casi zoológico, que el padre Julián nuestro infatigable “director espiritual” solía condenar con solemnidad moralista:
Niño, no te toques ahí, que está muy feo y te voy a poner un cero en Urbanidad y Buenas Costumbres.
La segunda, en cambio, pertenece a otro orden de experiencia: la caricia con intención de eyección. Esa práctica privada que, inaugurada en la pubertad, acompaña al hombre con fiel regularidad a lo largo de su vida, con intervalos de entusiasmo o de olvido, pero siempre presente. Porque, aunque las alternativas se multipliquen y los placeres se diversifiquen, hay hábitos que se aferran al ciclo vital como si formaran parte de su propia biología.
Y es que, al fin y al cabo, el ser humano no deja nunca de ser aquel niño curioso que, frente a la prohibición, siente el impulso irreprimible de comprobar por sí mismo qué sucede si desobedece. Tal vez ahí resida la esencia de nuestra condición: en la mezcla inconfesable de culpa y placer, en ese breve instante en que lo prohibido se confunde con lo humano.
La racionalidad de tu argumento, digamos puestos en la tesitura tanto de acariciarse el pito como en el acto de recuperar una pieza importante, la del que pesca o caza en la oquedad de las fosas nasales, en el terreno de nuestra mismidad, me llama la atención. Las cosas quizás son lo que son y punto, aunque la subjetividad y su contraria tengan su parte; sin embargo hay modos muy diferentes de acercarse a ellas. Uno puede racionalizar absolutamente todo, se coge el escarpelo, se abre la cosa y se mira dentro. ¿Y qué hay dentro?
EliminarNo sé, aprehender la realidad, siendo ésta tan escurridiza, se presta a que cada uno la intérprete relacionandola con sus propias vivencias. Lo cual, cuando uno escucha hablar al otro, tú en este caso, sobre el mismo asunto, o parecido, es fácil que éste sienta la extrañeza de que siendo cosas parecidas le parezcan asuntos diferentes. Como si habláramos de asuntos no exactamente los mismos.
Si Proust se hubiera dedicado a analizar o diseccionar su amor por Albertina en lugar de expresar sus sentimientos, su pasión o incluso su aburrimiento cuando ya se la había ganado, tendríamos, creo, un trabajo literario muy distinto a esa deliciosa obra que se fraguó a la busca del tiempo perdido.
De todos modos qué interesante poder contemplar la realidad como se contempla una obra de bulto redondo. Una escultura mirada desde perspectivas diferentes es obligada.
Y buenas noches. Me voy ya a la cama.
Analizar y diseccionar el amor de Proust por Albertina constituye una ardua tarea. Desde su homosexualidad, Marcel utilizaba a Albertina como una tapadera, pues en aquella época resultaba muy difícil, por no decir imposible, salir del armario. Dentro de la retórica literaria de En busca del tiempo perdido, ella le ofrecía una excelente cobertura para la construcción de su magnífica obra, ocultando así su condición y sus relaciones con Alfred Agostinelli o Reynaldo Hahn.
ResponderEliminarPor otra parte, hablando en términos culinarios, no he logrado captar el punto de tu escrito, es decir, el plato fuerte del mismo, ya que el coprófago y la sátrapa no son santos de mi devoción. Después de casi dos años con el mismo tema, me he perdido entre la jugosa guarnición con que has querido presentar el plato principal. Lamento no haber estado acertado y te presento mis más sinceras disculpas.
Desconozco la relación que hay entre el Proust real
Eliminary el mundo de su novela. No instante, e independientemente de ello, la riqueza del mundo que crea Proust en tono a las muchachas en flor es tal que meter, aunque sea de rondó, el término tapadera como lo haces no me cuadra mucho.
Desde que escribí un post titulado "Menos es más" un amigo de tanto en tanto cuando me extiendo demasiado, me lo recuerda: "menos es más". Y me sucede que ya quisiera yo tantas veces decir lo que quiero decir, lo que quiero decir tantas veces aproximadamente y que no soy capaz, con menos palabras. En este caso me temo que mi cabeza trabaja en el ámbito de sus referencias personales, lo que provoca que dé por hecho que el que lee sepa o conozca ese ámbito en que me muevo , lo que no siempre es cierto. Creo que a mí me sucede, al leerte algo parecido. Me pierdo, por ejemplo, con eso de los comedores de mierda y los sátrapas. Pero no te preocupes, suelo perderme con mucha frecuencia en casi todo lo que leo.