sábado, 7 de junio de 2025

De los peligros de institucionalizar la convivencia

 



El Chorrillo, 7 de junio de 2025

En relación con un post anterior en el que nombraba a Álvaro Pombo, y tras conocer que en algún momento de su vida había generado cierta controversia al criticar el matrimonio homosexual y la cultura gay militante, proponiendo en su lugar nuevas formas de nombrar el amor homosexual, voy a intentar desarrollar un tema que considero de interés. Su postura, alejada de intereses políticos y guiada por principios éticos, que buscaba entonces una integración respetuosa sin forzar la equiparación con el modelo heterosexual, me invita reflexionar sobre el tema.

De Álvaro Pombo la verdad es que no sé prácticamente nada, un autor al que tenía que haber leído antes pero que siempre quedó ahí “para más tarde”. El tema no me resulta nuevo porque entra de lleno en una concepción de las relaciones humanas que algo tiene que ver con lo que yo entiendo deberían de ser nuestros referentes convivenciales. La tendencia a la institucionalización de la vida en la comunidad, es una constante que tiende frecuentemente a encorsetar y fijar nuestros actos alrededor de comportamientos normalizados, que si bien facilitan el saber a qué atenerse, lo cual puede ser bueno, limitan en muchas ocasiones nuestra libertad y la naturalidad de nuestras relaciones con los otros. La integración respetuosa en el ámbito de la convivencia general de los matrimonios homosexuales a que se refiere Pombo, entiendo, un principio que debería guiar nuestro comportamiento con los demás, debería poder extrapolarse también al matrimonio hetero. Entiendo por integración respetuosa, que el hecho de considerar lo que hacen o dejan de hacer los demás, casarse, emparejarse, vivir una vida afectiva con otros, no debería ser en absoluto objeto de ningún tipo de control o crítica por parte de la sociedad, Estado o Iglesia. Mi sentido de la libertad, que entiende que no debe tener otro límite que aquel en el que mis actos puedan zaherir, molestar o perjudicar a otras personas, me impide aceptar que nadie pueda o deba imponerme una forma de relación con una u otras personas en las que el Estado, el Juzgado o la Iglesia tenga que meter las narices. Esto desde el punto de vista formal. Desde la práctica, la conveniencia o la armonía entre las personas, puedo comprender que éstas, cuando deciden una convivencia más íntima y duradera, quieran hacer uso de un compromiso, un notario, la concurrencia del juez para dar constancia legal a la unión; puedo comprenderlo, pero no tanto como para que el matrimonio homosexual o hetero pueda ser un elemento de referencia moral. Entiendo que las personas que deciden pasar por el juzgado para sellar su convivencia, parten de un principio de desconfianza mutua que se acerca en su finalidad a aquellos que acuden a una sucursal de seguros para que su relación, vaya bien o mal, quede atada y a buen recaudo de la volubilidad de los contrayentes; un atado cada vez más liviano que en nuestros días se rompe con facilidad vía divorcio, pero que como principio regidor de la comunidad, pone en cuestión nuestra libertad poniendo en manos de la ley algo que es privativo y personal de aquellos que deciden una vida en común.

¿Por qué pasar por el juzgado para casarte? ¿Por qué el reconocimiento de las parejas de hecho? ¿Por qué esa machacona defensa de lo que llaman fidelidad? ¿Por qué si dos personas se quieren y deciden vivir juntos, tienen que pasar por el juzgado? Existen por supuesto razones que pueden aconsejar estas medidas, un medio de protección a la prole, una manera de agenciarse un adecuado tono de seguridad y estabilidad mediante el compromiso mutuo. Lo que sucede es que así las cosas, después todo se complica, la institucionalización con frecuencia altera y enjaula la naturaleza de las relaciones. Perdemos libertad en función de una estabilidad personal y social. Algo que evidentemente es bueno para “la masa”, para el buen funcionamiento social general, pero en absoluto para el individuo que hace de su libertad un bien muy preciado.

Me vienen a la memoria en este punto las imposibles verdades del anarquismo, la ideal opción política, pero a la vez la más difícil de aplicar, porque ello debería llevar consigo un nivel de moralidad y conocimiento imposible de alcanzar por la generalidad de la población. Algo parecido sucede con los matrimonios heteros u homosexuales. El matrimonio se constituye como un entorno de seguridad y permanencia y necesita notarios y contratos porque los sapiens no somos de fiar. Dada nuestra conocida volubilidad, hablando en términos generales, más vale, dirá el petre o el legislador, que atemos cortas las relaciones para que el personal no se desmadre. Recuerdo que una vez haciendo cola en la frontera de El Salvador, un individuo nos decía que en su país el sesenta por ciento de los hijos tenían padres desconocidos o desaparecidos (ignoro la exactitud del dato). Se trata de un ejemplo pertinente que pone de nuevo, como tantas veces, en conflicto nuestro ser personal con el social. La moralidad (eso que hace que el mundo no sea una selva), teje alrededor de nosotros modos de relacionarnos que tienden a dar estabilidad y continuidad a nuestras relaciones.

Hasta aquí todo justificado. Pero… esta estabilidad tiene un precio; lo paga la libertad, lo  paga la racionalidad de quien siendo capaz de vivir unas relaciones amorosas no monógamas sin alteración de la armonía que debe reinar entre las parejas –parejas, grupos, un ejemplo–, se ve arrastrado al “redil” protector del matrimonio o la pareja de hecho. Quizás sea en este punto donde a Álvaro Pombo, no le cuadra ese afán institucionalizador que pretende encorsetar, como buscando comunes denominadores, la vida personal de las personas. Una herramienta social, que atiende a una coherencia social y práctica, pero que restringe nuestra libertad a favor de lo colectivo. Que alguien quiere ponerse grilletes para los años por venir… de acuerdo. Ahora, que esos mismos grilletes quieran imponerse a la colectividad entera… no tan de acuerdo. Ser libre es en exceso difícil para que a todo el mundo se le pueda dar la oportunidad de comportarse como le plazca, así que, dice la moral o el legislador, establezcamos límites. “No desearas a la mujer de tu prójimo”… por ejemplo; atemos a las parejas para que la estabilidad social no sufra.

Así que todo perfecto, pero se trata de la moral social, moral que entra en litigio frecuentemente con la moral personal; lo que uno personalmente entiende que está bien o mal sufre por influencia social, un desplazamiento tal en el fiel de la balanza que hace que la sociedad se escandalice si no has pasado por el altar, el juzgado, o reconocido como pareja de hecho tu situación. Álvaro Pombo se ve arrastrado a dar su opinión sobre esos matrimonios, pero en buena ley creo que mejor habría hecho haciendo de su vida y su cuerpo lo que le diera la gana sin tener en cuenta lo que puedan decir unos y otros. Pero… otro pero, como en definitiva hay que vivir en comunidad y los otros cuentan y mucho, Pombo irrumpe en lo público, y hace bien, para intentar que esa presión social termine dando a lo que es natural estatus de normalidad dentro de esas reglas que acaso no deberían existir, pero que existen porque igual que en una anarquía la libertad no siempre es hacer lo que a uno le da la gana.

Defender la naturalidad de nuestros deseos le ha costado la vida a mucha gente; pienso en tantos, Oscar Wilde fue procesado y sufrió cárcel por sus relaciones homosexuales; otros notables personajes de la historia sufrieron persecución, cárcel e incluso muerte, como Catharina Margaretha Linck, una mujer que vivió como hombre, se casó con otra mujer y fue condenada por sodomía y ejecutada. Desde este punto de vista el enfado de Pombo por el hecho de que la sociedad quiera institucionalizar hasta el aire que respiramos, me parece totalmente correcto. Y ello pese a ese afán de seguridad y estabilidad que se pretende dejando atados y bien atados todos nuestros actos.

 

 

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