jueves, 15 de mayo de 2025

El juego de la insinuación y la ostentación

 



El Chorrillo, 15 de mayo de 2025

Ese juego relacionado con el insinuar que se viste de formas exóticas, en donde las más atrevidas —o mejor decir, las más necesitadas de que sobre ellas caiga el foco de la atención del público— tiene tantos adeptos, que por poco que nos descuidemos el juego puede descolocarnos sobre la idea que tenemos del orden común de las cosas. Fue hace un par de días que me encontré en El País un artículo relacionado con los vestidos que distintas versiones del Festival de Cannes exhibían las señoras y señoritas asistentes al acto. En la cabecera del artículo se decía que los organizadores del Festival de Cannes este año han vetado de forma explícita las transparencias y los vestidos voluminosos. Eché una ojeada a las imágenes. Esta noche, después de una larga tarde de lectura, me surgió la idea de redactar algunas líneas sobre el asunto.

Para el mundo adulto considero que todo esto de insinuar alguna parte oculta o semioculta del cuerpo y ejercitar una ostentación notoria ante la audiencia —no sólo del festival sino del público en general— no pasa de ser un juego con mayor o menor éxito. Los niños aprenden jugando; los adultos nos divertimos también incitando a los demás a hacer un ejercicio de imaginación más allá, por ejemplo, de la abertura de un escote. Un elemento de atracción que explotan muchas mujeres con gran éxito ante los ojos del otro género. La madre Naturaleza manda, y las mujeres explotan ese mandato. Esto relacionado con la insinuación; respecto a la ostentación, es un asunto de diferente rango. El diseño, los oropeles que suelen acompañar a la vestimenta —especialmente de mujeres, que son mucho más variadas que en los hombres— apuntan, me parece, a la tentación de querer afirmar la condición de pertenencia a una tribu, a un grupo social. Cuando en un festival estas mujeres visten atuendos que se salen con mucho de los criterios corrientes, no es fácil ver en ello exclusivamente una muestra de buen gusto, o malo; más bien, la cosa apunta a un ejercicio de notoria ostentación que se corresponde con el ambiente en donde se exhiben. Sus impedimentas ostentosas les ratifican como pertenecientes a una clase social.

Dos asuntos. Uno relacionado con el erotismo: sacarle partido al juego sabiendo, como se sabe, lo que hay debajo sin más, pero que la sociedad censura, hace del juego un tira y afloja en donde el límite que las convenciones han establecido se ve zarandeado constantemente. Guiños, intentos, escaramuzas de características sexuales son constantes en estas celebraciones. Otro: lugares como los Goya, los Oscar, Cannes o similares parecen los entornos preferidos para estas escaramuzas y juegos en donde los diseñadores apuestan no sólo con lo que se ha de ver o no, sino con vestimentas "pavo real" que más obedecen a criterios fantasiosos propios de pintor, pero que determinadas mujeres —la jet people— adoptan complacidas con el fin de atraer sobre sí una atención que con la ropa corriente no conseguirían. Llamar la atención. Ser centro de algo. También sentirse con otras similares entre iguales. Pertenecer a la misma tribu, he ahí la cuestión. Ser diferentes. Y para ello, salpimentar también el vestido con un guiño erótico, un elemento más para dar sustancia al cocido. Mostrarse, sobresalir.

Pero en ello, igual que hay un límite que litiga con las convenciones corrientes —¿hasta dónde puede llegar ese límite, una falda, un escote?— también en el plano económico parece existir un juego similar relacionado con el costo de la vestimenta, en donde la pretensión puede rondar la ridiculez. En la ceremonia de los Oscar de 2002, la actriz Laura Harring calzó unas sandalias adornadas con 464 diamantes que estaban valoradas en un millón de dólares. Ridículas pretensiones de ostentación, un juego de lo más infantil y estúpido, diría. En un país, Estados Unidos, donde existen más de 40 millones de personas por debajo del índice de pobreza, la fatuidad y banalidad de semejante ostentación… pues eso.

Los deseos ordinarios —sexuales, riqueza, ostentación, pertenencia a determinada tribu, a la jet people— necesitan de ropajes, despropósitos, cosas fuera del alcance de la gente corriente; necesitan un algo que les diferencie de “los otros”; modos de vestir que lo que hacen es explicitar pasiones internas comunes a los sapiens. Y lo hace determinada clase social en los escenarios oportunos; en esas exhibiciones se reconocen como familia frente a “los otros”, los que no son ellos, la gente corriente. Y el vehículo de transmisión no es otro que la prensa y los medios en general. Los de arriba y los de abajo.

El vestido como forma de distinción social ha estado siempre presente a lo largo de la historia. Distinción, pertenencia a un grupo, una tribu, representación de determinado rango o trabajo. Los vestidos que se exhiben en Cannes o los Oscar están dentro de este punto de vista que hace que los de parecida condición adopten ciertos hábitos o modos de vestir. En cuanto a las mujeres —algunas—, y no sé por dónde andan las feministas en esto, la explotación del recurso de la atracción sexual es obvia. Esto que las feministas llaman cosificación es lo que hacen las propias mujeres, pienso, en estas celebraciones cuando apuestan por ser foco de atención insinuando y mostrándose. Contradicciones que quizás el feminismo tendría que aclarar.

Con todo, un juego…

 


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