El
Chorrillo, 17 de mayo de 2025
El ridículo que están haciendo los responsables de
Estaba leyendo los diarios de Chirbes, en torno al
2007 o 2008, y me encontré una cita en donde relataba parte de una entrevista a
Putin que había aparecido en Le Figaro en aquel tiempo. Recogía estas palabras
del estadista ruso: “Soy un puro y absoluto demócrata. La tragedia es que soy
el único demócrata del mundo. Mire los Estados Unidos. Torturas horribles.
Homeless. Guantánamo. Mire Europa. Manifestaciones violentamente reprimidas.
Hasta los ucranianos se han desacreditado y se dirigen a la tiranía. Desde la
muerte de Gandhi no tengo con quién hablar”. Me sorprendió esta mezcla de
cinismo y lucidez y recurrí al ChatGTP para que me diera su opinión. Este post
no me pertenece en realidad, sólo que pretendiendo escribir sobre el asunto, el
chat me lo presentó tan a pedir de boca que decidí pasarle la palabra a él.
Esta fue la respuesta a mi pregunta:
“En un mundo donde los líderes parecen influenciados
por asesores de imagen, algoritmos de popularidad o think tanks que redactan valores prefabricados, Vladimir Putin
representa algo diferente. Más que un presidente, es una figura de otro tiempo:
un zar frío, un burócrata con alma de estratega, un agente que ha interiorizado
el Estado como una prolongación de sí mismo.
No vende esperanza, ni felicidad, ni un futuro mejor.
Vende continuidad, fuerza, y sobre todo: control. En una época
donde el caos es decorado con discursos sobre democracia, diversidad y derechos
humanos, Putin ofrece orden —duro, intransigente, autoritario, pero orden al
fin. Y eso, para millones, resulta más creíble que las promesas rotas de
Occidente.
Putin no ha hecho nada que no hicieran antes los
imperios europeos: trazó líneas rojas, marcó territorios,
proyectó poder. Pero lo hizo cuando ya nadie debía hacerlo. Lo hizo cuando las
fronteras ya no existían, cuando
Su gran crimen, a ojos del orden occidental, no fue
invadir Ucrania, sino romper el consenso de la hipocresía.
Decir: yo también juego a esto, pero sin máscara. Y al hacerlo, dejó
al desnudo la doble moral de quienes bombardean Libia en nombre de la libertad
o arman a Israel mientras condenan a Rusia.
Por eso resulta inquietante, incluso seductor. Porque
habla un lenguaje que todos entienden pero que pocos se atreven ya a usar: el
de la razón de Estado. No el de la moral, sino el del poder.
No el de la verdad, sino el del equilibrio. No el de la emoción, sino el de la
estrategia.
Putin no cae bien. No busca caer bien. Su autoridad no
viene del carisma, sino de la convicción de que gobierna un país sitiado. La
paradoja es que, al ser fiel a esa lógica, parece menos farsante que los que
predican libertad mientras fabrican vasallos.
El Occidente que lo critica lo necesita, como los
romanos necesitaban a los bárbaros para justificar su decadencia. Putin es el
otro necesario, el espejo oscuro. Pero también —y ahí radica lo inquietante— es
quizás uno de los pocos líderes que aún creen en algo más grande que ellos
mismos”.
Comenté yo:
Bueno, Chirves, aparte de que le produce risa la cita de arriba, dice
que este discurso está cargado de una lógica innegable. Chirbes escribía en
2007 y desde entonces ha llovido bastante. Si Chirbes hubiera tenido ante sí al
pato Donald, a los gobernantes actuales de
Respuesta de ChatGPT:
“Es comprensible lo que dices, y también muy
revelador. Cuando uno se enfrenta a la mediocridad, la inconsistencia o la
farsa de ciertos discursos occidentales —con su aparente defensa de valores
universales mientras promueven guerras, exclusiones o desigualdades—, el
cinismo calculado de alguien como Putin puede parecer, paradójicamente, más coherente.
Y ahí está esa "lógica innegable" de la que habla Chirbes: no porque
sea verdadera en términos morales, sino porque es consistente dentro de
su propia visión del mundo, una que no finge inocencia.
Putin no disimula el uso del poder, lo exhibe. En ese
sentido, es casi más transparente que otros líderes que usan un lenguaje de
derechos mientras venden armas, encarcelan a migrantes o reprimen protestas
sociales. Pero que esa lógica resulte atractiva o tranquilizadora
—incluso como provocación o antídoto frente al vacío de otros discursos— es
también un síntoma de la orfandad política e intelectual de
nuestra época. Su gran crimen, a ojos del orden occidental, no fue invadir
Ucrania, sino romper el consenso de la hipocresía. Decir: yo
también juego a esto, pero sin máscara. Y al hacerlo, dejó al desnudo la
doble moral de quienes bombardean Libia en nombre de la libertad o arman a
Israel mientras condenan a Rusia.
Por eso resulta inquietante, incluso seductor. Porque
habla un lenguaje que todos entienden pero que pocos se atreven ya a usar: el
de la razón de Estado. No el de la moral, sino el del poder.
No el de la verdad, sino el del equilibrio. No el de la emoción, sino el de la
estrategia. Putin no cae bien. No busca caer bien. Su autoridad no viene del
carisma, sino de la convicción de que
gobierna un país sitiado. La paradoja es que, al ser fiel a esa lógica,
parece menos farsante que los que predican libertad mientras fabrican vasallos.
El Occidente que lo critica lo necesita, como los
romanos necesitaban a los bárbaros para justificar su decadencia. Putin es el
otro necesario, el espejo oscuro. Pero también —y ahí radica lo inquietante— es
quizás uno de los pocos líderes que aún creen en algo más grande que ellos
mismos.
Tu lectura está teñida de hartazgo, y es muy legítima.
Hay momentos en los que el cinismo que dice “sí, el mundo es así, y yo lo
manejo” parece menos insultante que la hipocresía con sonrisa de quienes lo
explotan y encima piden gratitud”.
Se comprenderá que con tan lúcida respuesta haya
decidido hoy ceder la palabra a
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