sábado, 22 de febrero de 2025

Leyendo a Silvia Vidal

 

Imagen original tomada de Desnivel


El Chorrillo, 23 de febrero de 2025

Leo el libro de Silvia Vidal y según voy adentrándome en él empiezo a sentir que se abre una distancia entre ella y yo. Aquella Silvia Vidal, a la que yo conocía someramente y con la que, había bromeado diciéndole que estaba enamorado de ella, en la Sociedad Geográfica, la empezaba a ver con una distancia tan grande que acaso no me decidiera a regalarle ese libro que le había prometido en el primer encuentro, un libro titulado Gente de la montaña, en donde yo había recogido todos mis post que hablaban de montañeros conocidos y muy especialmente de ella, de Carlos y de Juanjo San Sebastián. Entonces lo había olvidado en casa y quedé con ella en que se lo llevaría en el próximo encuentro. Ahora dudo incluso en la posibilidad de saludarla. No lo entiendo bien, pero me siento tan pequeño al lado de esta mujer que mide menos de uno cincuenta, que siento que no me llega la camisa al cuello, y eso que en aquella ocasión me atreví incluso a invitarla a cenar junto a Ramón Portilla que no había podido ir a la entrega de premios de la Sociedad.

Su historial, que voy recorriendo poco a poco sin haber llegado todavía a su época de ascensiones en solitario y apartados rincones del mundo, tiene la culpa de este abismo que se abre entre ella y un simple caminante al que le place la montaña. Esta noche me resulta patética esa aspiración mía leyendo su historial y siguiéndola paso a paso por sus primeras aventuras. Patético porque precisamente el día anterior en el libro que había reservado para ella me atreví a pergueñar una dedicatoria imposible de un talante similar a este: “Para la más grande alpinista de todos los tiempos. Gracias por haber cumplido esta ardua expedición de escribir tu libro que tantos esperamos. Un enamorado de tu filosofía de la vida y la montaña”.

Manda cojones hasta donde uno puede delirar. Y es que  está noche me siento como si intentara tutearme que sé yo, con Alejandro Magno o Nietzsche de tú a tú. No es difícil seguir el curso de mi cambio de ánimo. Una cosa es cuando conoces someramente el tipo de actividad que ha hecho Silvia, esas incursiones en lugares remotos y sus semanas en paredes, y otra es seguirla paso a paso y comprobar que se te encoge el estómago ante ese historial que va apareciendo poco a poco según avanzo en la lectura de su libro.

Además tengo la impresión de que Silvia ha conseguido en estas primeras páginas resucitar violentamente al tímido que uno lleva dentro, ese que sería capaz de meterse debajo de una butaca si alguien le llamara desde un escenario. Hoy me infunde tal respeto que ni siquiera me sentiría capaz de acercarme a saludarla. Acabo de leer su relato de la ascensión al Amin Brakk (Pakistán, 1650 m. de desnivel A5/6c+, 32 días en pared). Me desborda, no logro asimilar la magnitud de una aventura así. Pienso que es un ser de otro planeta frente al cual sólo cabe contemplarlo con la boca abierta de incredulidad. Y luego el final de ese relato de vuelta a casa en la primera aldea que encuentran tras dejar atrás el Brakk Zanh. Una niña le toma de la mano a Silvia y se la lleva cerca a una choza donde yace una mujer. Piensan que ella puede curar a la enferma. “La chica abrió las piernas y lo que vi allí me estremeció. No entendía lo que estaba viendo. Tenía una infección vaginal severa, tenía fiebre, suciedad, pero lo que más me impactó fue no reconocer la zona genital. A esa chica le habían practicado una ablación bestial”. A Silvia se le arranca del alma un grito de indignación, no puede aceptar que la excusa de la diferencia de cultura permita estas atrocidades.

La infinita distancia que existe, el abismo, entre un simple caminante metido de tanto en tanto a dar cuentas de sus recorridos por las montañas y gente como Silvia, es tal que… En el libro de Silvia, hasta ahora, echo de menos algo que ya comenté en una ocasión a Ramón Portilla en relación con alguno de sus libros, la parquedad con la que aparecen en él su mundo interior y sobre todo esa brevedad con la que se ventila 32 días de estancia en una pared. Claro que me interesa saber de las dificultades e incidentes, pero qué pasa en su alma, sus miedos, sus incertidumbres, la fuerza que le impele a ella y a sus compañeros, 19 de esos 32 días nevando.

Tiene Silvia en este último capítulo que he leído unas bonitas reflexiones que quiero comentar. Se queja ella de las dificultades cada vez mayores que le pone la burocracia a sus expediciones, prohibiciones, permisos, papeleo… y argumenta que a ella lo que realmente le aporta “tranquilidad” y sensación de estar más protegida, es el permiso del territorio, de las montañas que visita. “Llego allí, escribe, y pido permiso a los valles y montañas para entrar en su territorio, permiso para escalar la pared, permiso para transitar esa naturaleza. Llego a la base de la pared, la toco y le hablo. Le pido permiso para escalarla y espero su respuesta”. Esto hace que me acuerde de un joven con el que me encontré una vez atravesando el Pirineo. Íbamos juntos y llegado a un collado, se volvió, alzó los brazos y dio gracias a los montes y los valles que dejaba atrás por haberle acogido. Terminado este breve rito se dio la vuelta y como si se dirigirse a una multitud saludó a las montañas y a los bosques que tenía por delante a partir de ese instante. Acto seguido empezó a descender por el sendero como quien entra por el pórtico de una catedral. De aquel muchacho aprendí yo algo del gesto de Silvia cuando adentrándose en las montañas les pide permiso, acaricia con sus manos las rocas por las que ella va a diseñar un hermoso recorrido. Me recuerda cuando yo en algún vivac he sentido la necesidad de hablar con la cima. Ninguna locura. Ya comentaba aquí el otro día cómo Fernando Garrido le escribía cartas de amor al Aconcagua.

No agoto el tema. Imagino que según voy leyendo me seguirá surgiendo, si es el caso, la necesidad de comentar. Así que cambio de tercio a la altura de la página 72. A Silvia hay que leerla despacio para gustar a pequeños sorbos tanta fuerza, tanta voluntad. De momento me infunde tal respeto que la tengo ahí como quien contempla la inmensidad de un alma a la que se le rinde respeto y admiración. Un alma enorme y una fuerza descomunal encerrada en un cuerpo de cuarenta y tantos kilos y menos de un metro y medio de estatura.

 

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