El Chorrillo, 24 de enero de 2025
Un milano real vuela solemne y apacible frente a la
ventana de mi cabaña. Una ligera brisa mueve las desnudas ramas de los árboles.
He leído las portadas de algunos periódicos, me apercibo de que no hay
novedades, acaso el gusto de escuchar al juez que lleva la causa de Errejón y
que pone de relieve algunos curiosos detalles del caso. El vídeo de la
declaración en el juzgado me hizo sonreír. Confirmaba lo que ya sabía. Pero
mejor no volver a tocarlo, no vaya a ser que la cosa me indisponga con alguna
feminista de esas que yo entiendo riegan continuamente fuera del tiesto. Punto
y aparte, amigo diario. Hablemos de otro asunto.
Existen canciones, hechos, circunstancias que duermen
apaciblemente en nuestro interior sin dar señales de vida. Existen, están allí como
parte de nosotros, silenciosos, como a la espera de que algo los despierte. Me
sucedió ayer con un tema que Pilar Rubio me recordó en un comentario, Óleo de mujer con sombrero, de Silvio
Rodríguez. Quizás merezca la pena contar lo que su comentario suscitó en mí. Se
trata de una bonita historia de mineros, canciones y maestros destinados a un
remoto y pequeño pueblo de la cuenca del río Narcea. Hoy no tan remoto pero que
en aquellos tiempos, medio siglo atrás, cuando la nieve caía abundante en el
valle, convertía al lugar en una estampa rural de tiempos pasados. Me decía
Pilar que ya tenemos más cosas en común, nuestro mutuo aprecio por Silvio. Su
canción favorita era precisamente Óleo de
una mujer con sombrero. El comentario de Pilar traía implícito un mensaje que
aventó en mí el recuerdo de un pintor que me es sumamente querido. El tema de
Silvio, tomado su título de un cuadro de Chagall, Mujer con sombrero, conectó en segundo lugar con un interesante
momento en que después de cabalgar dos meses y medio por los Alpes me encontré
en Niza con las pinturas de Chagall. Voy por partes.
Silvio. Victoria y yo habíamos aterrizado en una
pequeñísima aldea minera de la cuenca del Nancea donde yo había de tomar
posesión de la escuela unitaria del lugar. Un lugar increíblemente hermoso en
donde la casa escuela se asomaba por encima del pueblo a los hayedos y a las
montañas del entorno del puerto de Rañadoiro. Allí construimos nuestro hogar,
instalamos una chimenea en la terraza, la acristalamos y nos dedicamos a hacer
amigos entre los jóvenes del lugar. En poco tiempo aquella terraza se convirtió
las noches de los fines de semana en lugar de reunión de todo alma viviente que
gustara de la música y la conversación. Fue una época hermosa. Tras la cena
jóvenes mineros y amigos de pueblos
adyacentes se reunían en nuestra terraza a dar cuenta de la noche. Mi hijo
Guillermo, entonces con dos años y medio, formaba parte de la reunión hasta que
llegaba su hora de ir a dormir. El fuego en la chimenea, algunas cervezas,
fuera la lluvia o el cielo estrellado sobre el perfil de las montañas y ya
pronto la conversación y la música tejiendo sobre la urdimbre de la noche la
infinita gracia del calor de la amistad. ¡Y cómo recuerdo aquellos instantes!
Silvio Rodríguez uno de los principales invitados, María Creuza, Led Zeppelín y
un final de guitarra como un terremoto, The Doors y ese tema que oíamos
reiterativamente sin cansarnos, Riders on
the Store, Pink Floyd, los Rolling Stones, King Crimson, nombres que se
pierden en el recuerdo pero que entonces eran nuestros hermanos del alma.
Jóvenes que habían pasado la semana en los oscuros fondos de la mina, el dueño
de una discoteca de Ventanueva, un madrileño, una segoviana, dos estudiantes,
todos sentados por los suelos frente a la chimenea, escuchábamos en el cálido
útero de la noche toda aquella música, unas veces acompañando la música con
nuestras voces, otras haciendo un paréntesis para contar una historia, hacer un
chascarrillo, hilvanar una conversación a raíz de un asunto improvisado. Entre
todo aquello siempre recuerdo la voz sensual de María Creuza y sobre todo esa
voz de cristal algo aflautada de Silvio surgiendo de las pausas de silencio que
se establecían entre nosotros.
A veces es un milagro cómo surgen cálidas y vivas en la
memoria las voces de otro tiempo. Me sucedió ayer cuando Pilar nombró ese tema
de Silvio Rodríguez, su timbre tan íntimo y peculiar y esa cualidad melancólica
sustentando la carga emocional de sus canciones hacen único a este hombre. Pero
voces de otro tiempo era también la referencia a Chagall, con quien mantuve una
íntima relación al final de mi periplo veraniego por los Alpes. En realidad mi
encuentro con Chagall en su museo de Niza fue una sensación con cierto parecido
a los días en que de temprano alcanzaba uno de esos altos collados frente a los
cuales me salía una exclamación de admiración ante el espectáculo
extraordinario de nuevas montañas que desperezaban en la calina de la mañana
bañadas del cálido sol de la primera hora. No es exagerar decir que algo
parecido sentí entonces ante ese puñado de cuadros de motivos bíblicos que
colgaban en la primera sala, toda una maravillosa interpretación poética
rebosante de color. Pintura como de niño sacada de una depurada percepción
poética de
¿No es la pintura de Chagall el resultado de un ejercicio
de ascesis donde el artista, ausente de sí mismo queda a disposición de
profundas intuiciones que su espíritu, impulsado por una fuerza desconocida,
plasma en colores obedeciendo a leyes no escritas que algunos artistas, como
mendigos a la espera de una limosna, reciben en su platito de aluminio como una
gracia especial de iluminación cuya procedencia desconocemos? ¿Creencias
personales, intuiciones, cierto "estado de gracia"; todos conjurados
para dar a luz un pequeño tesoro de clarividencia?
Recuerdo que cuando llevaba un rato empapándome de esos
lienzos y dirigía la vista a mi alrededor, a los visitantes del museo, parecía que sintiera el alivio de la presión
de un Dios terrible cuya filosofía de la vida observada en cualquier humano,
bien podría conducirle a un manicomio. Sin embargo el esplendor de los colores,
de otra manera muy diferente a Van Gogh siendo a veces parecidos en su rotundez,
a los que se puede atribuir, como sugerían las placas junto a los cuadros, un
significado, no necesariamente necesitaban de él. Verdes, azules intensos, en
ocasiones recordando a El Greco, rojos, se aglutinaban como en un inesperado
crepúsculo en combinaciones de colores a las que acaso no fuera necesario, como
sucede en una sonata o sinfonía, atribuir otra significación que la acertada
armonía y la belleza intrínseca de su combinación. Notas de un pentagrama para
oír y sentir con parecida disposición a la de quien escucha una partitura de
Schoenberg o Mahler.
Chagall era entonces un excelente punto final a dos meses
de vida salvaje a través de los Alpes.
Yo tendría que agradecer de tanto en tanto a quien con sus
comentarios, en este caso Pilar Rubio, sus observaciones o su lectura, suscitan
estos ratos de escritura que son tanto reflexión como deseadas incursiones en
la memoria y que sólo aparecen posibles cuando esa mano de nieve del recuerdo
tañe sus cuerdas sobre el recuerdo.
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