sábado, 2 de noviembre de 2024

De mi devoción por las mujeres

 

Alpes 2014. Mi encuentro con Stefanía

 El Chorrillo, 2 de noviembre de 2024

Por una razón u otra estos días me veo envuelto en un laberinto que ni de lejos tiene que ver con mi afición a las mujeres. Tantas ganas de puntualizar y abrirme paso entre las noticias de los periódicos, estos días atrás asuntos de poca monta relacionados con la relación de hombres y mujeres, me han dejado un regusto que hace palidecer mi embeleso por ellas. Quizás un error el mío el andar metiéndome en camisas de once varas que poco o nada añaden a cierto estado de felicidad que me sorprende cuando pienso en ellas, en algunas, y que sin embargo actúan como una lente deformadora de lo que mi mente guarda como un tesoro. Chicas, mujeres, que más allá de mi retina aguardan en algún lugar de mi memoria, un rostro, un cuerpo, una sonrisa, una sugerencia, un guiño, para a través de la muselina de los deseos de alguno de esos momentos de intimidad que transitan por mi mente, hacerse presentes.

Recuerdo haber escrito hace muchos años que el día de un hombre debería iniciarse rindiendo culto en el altar de la mañana a alguna mujer. Fue un sentimiento fugaz que me vino una mañana de viaje por la India cuando sorprendí en  un pequeño templo rural cuyo interior apenas sobrepasaba los diez metros cuadrados, a una mujer que de rodillas musitaba sus plegarias ante un lingam de piedra que ocupaba el centro del recinto. El lingam, asociado principalmente con el dios Shiva, representa la energía creativa y la potencia universal, además de ser un símbolo de fertilidad y vida. Por otro lado, el yoni es el símbolo complementario al lingam y alude a la energía femenina o la diosa Shakti y representa igualmente la fuerza creativa y dinámica del universo. Ambos principios se complementan y son la fuente de toda existencia. Probablemente fue aquella escena la que me sugirió esa necesidad de culto hacia la mujer. Aunque también pudo venir de alguna reminiscencia de mis años de escolarización en los Salesianos, unos años en que mantuve una relación muy particular con una virgen de escayola, la Inmaculada Concepción, que sobre una ménsula o peana de uno de los altares laterales de la iglesia se constituyó durante unos años de mi primera infancia en objeto de mi devoción. Eso de niño, que cuando me hice adulto y, dejada atrás la mojigatería que me habían metido en el cuerpo los curas, lo que debió de suceder es que trasladé de inmediato mi devoción de aquella virgen de escayola a la mujer en general. Sea como sea, y a ello habría que añadir esa idea de Platón de que somos productos de un ser demediado que pasa la vida buscando a su otra mitad, lo que sí es realmente cierto es que hombres y mujeres nos pasamos la vida buscándonos unos a otros. El eterno femenino, relacionado con aspectos esenciales de la feminidad, como la compasión, la intuición, la fertilidad y la creatividad, asociado a la poderosa atracción entre hombre y mujer que la especie ha instalado en nuestro ADN, es culpable tanto de los terribles desvaríos y enamoramientos como de las situaciones de embeleso mutuo que sufrimos hombres y mujeres.

Leía días atrás en un relato de Hermann Hesse un hecho relacionado con este embeleso. Y junto a él, también en la misma línea, un fragmento de Ensayo sobre el cansancio, de Peter Handke relacionado con estas ideas. Cuenta Hesse que un día estando con un amigo en un café descubrió unos metros más allá a una muchacha rubia, resplandeciente, con las mejillas arreboladas a la que en ningún momento dirigió la palabra. “¡Ángel!, escribe, había estado mirándola con todo mi ser, y era doloroso, era toda mi delicia. ¡Oh, cuánto te he amado por la plenitud de esa hora! Nunca supe su nombre, nunca ningún hombre te habrá amado más que yo”. El recuerdo de aquella mujer nutrió parte de la vida de Hesse. Algo así me ha sucedido a mí en muchas ocasiones, una mujer con la que me cruzo en los Alpes y con la que intercambio algunas palabras; una chica de nariz respingona que estuvo sentada frente a mí a unos metros en un restaurante; alguien en los asientos de enfrente del metro con quien fugazmente crucé una mirada después de quedar absorto, embelesado con su rostro. Mujeres que después del encuentro habitan en mí por largas temporadas con la casta calidez de un enamorado al quien le basta el recuerdo de su amada para sentirse feliz.

Peter Handke rememora un día que sentado en una terraza paseaba su ociosidad mirando a los viandantes. “Paseaban continuamente mujeres, escribe, de pronto increíblemente bellas —una belleza que de vez en cuando me llenaba los ojos de lágrimas, y todas, al pasar, me acogían: reparaban en mí”. Llegar a las lágrimas contemplando a una mujer me hace pensar en una situación emocional difícil de alcanzar por otros medios.

Quizás después de esto decir que  vivir entre mujeres, aunque ello sea en el plano de la fantasía, es un asunto aceptable,  comprensible, deseable, diría yo, pueda restituir el discurso de las reticencias y el enfrentamiento a su cauce más lógico y más real. En estos asuntos no  hay razonamientos que valgan. Estamos hechos así y tanto si somos monógamos como abiertos a relaciones más amplias, lo que no cabe duda es que existe una mayoría de hombres y mujeres que, pese a las restricciones morales y las creencias de todo tipo, sueñan despiertos con el perfume que viene de lo femenino, de lo masculino.

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 Finalizado este post he descubierto que ya existía un escrito mío con parecido título, y no sólo eso, sino que en la etiqueta de "Mujeres", aparecían 62 títulos más. Quizás me anime a confeccionar un libro con tan voluminoso material dedicado al gçnero de mi devoción ;-)

 


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