jueves, 23 de abril de 2020

Silencio: el lenguaje de la elocuencia.




El Chorrillo, 23 de abril de 2020

Hace un momento el amigo Santiago me mandaba un video en el que veo a la señora Lastra contestando a Casado en el Parlamento, un video por otra parte antiguo que ya conocía de semanas atrás. Como llevo un tiempo ausente de lo que me dicen los medios y, más, haciendo un ejercicio de silencio en redes y demás, el video de Santiago me suena a cosa tan vieja como los cuentos que me contaba mi abuela de niño antes de dormirme. Es muy curioso cómo actúa sobre el organismo el hecho de mantenerse al margen de lo que dicen unos y otros en el circo de la mass media.
Lastra, que goza de mi estima por el papel que desempeñó en la formación del gobierno de coalición, me parece que yerra en su intervención en el Parlamento. Contestar a estupideces y mentiras intentando desmontar una por una las gilipolleces del petimetre de turno, además de ser una pérdida de tiempo supone de algún modo entrar en el terreno cenagoso de las réplicas inútiles a palabras que no van dirigidas a aclarar nada sino a deleitar los oídos de la feligresía de determinada derecha incívica, con mensajes de inquina y derribo contra el “enemigo”. La falta de madurez, de un lenguaje a la altura de las circunstancias y del cargo que representan creo que hacen inútil todo intento de aclaración.
Para determinados entornos, en política debería reinventarse el lenguaje por excelencia: el lenguaje del silencio. Utilizar las palabras para rebatir lo obvio día tras día es reducir la dignidad del lenguaje a una condición humillante y rastrera. Allí donde la finalidad del lenguaje obviamente se pone al servicio de objetivos inconfesables, especialmente en las circunstancias de una alarma social, requiere por parte de todos los agentes sociales de buena voluntad aunar fuerzas sin distingos ni ideologías, para hacer frente a la consabida ignominia que siempre va a estar presente en las pútridos conciencias de los enemigos del bienestar común (un amigo mío me puntualizaría y diría: en los pútridos hijos de puta de este mundo). Y ese aunar fuerzas, en lo que se refiere a contestar a determinadas intervenciones de la derecha, hoy no me lo imagino de otra manera que guardando silencio.
Hablemos en otros términos, de otra cosa, de la voluntad de todos para tratar de minimizar fallecidos y disminuir los contagios, reforcemos las velas de la cohesión social que los vientos de las dificultades están hinchando, reguemos esas semillas que brotan hoy desde todos los rincones del país y que se van extendiendo tan bellamente en una tierra que, poco antes asolada por males endémicos de la gobernanza, el mirar torcido entre los habitantes del noreste, los del sur o los del centro, pueden estar rehabilitando una sociedad en donde, ahora sí, afloran por aquí y por allá las esencias de nuestra humanidad, esa que vitorea, aplaude y ve en el prójimo el báculo en que apoyar su desasosiego o su impotencia.
Ayer, Paco me comentaba en el último post que disentía conmigo en aquella frase que yo había reproducido de Celine: “en el fondo de todo malvado hay un hombre bueno”. Decía: no, en el fondo de todo malvado, siempre hay un hijo de puta. A lo que yo, en la línea en que vengo escribiendo estos días, le respondía: No disidentes conmigo, en todo caso lo haces con Celine. Desde hace días he decidido borrar de mi mente a media humanidad, a todos los hijos de puta del universo. No existen; un silencio sepulcral alrededor de ellos ha extendido mi conciencia y mi atención. Se trata de una cuestión de salud mental; no existen, ya no pueden excitar mi indignación porque ni los veo, ni los leo, ni los oigo. Y creo que todos deberíamos hacer algo parecido, incluidos los medios civilizados y las redes; no volverlos a nombrar, que sólo consideremos a esas semillas de que habla en su muro mi otro amigo, esos y los que tienen la posibilidad de arracimarse en torno a la bondad de sus vecinos, de solidarizarse con la dedicación de los trabajan por el conjunto de la sociedad. Hablemos sólo de estos durante décadas, terminaba mi comentario, y verás cómo los otros "los que no existen" tendrán que terminar retirándose a las alcantarillas de donde proceden.
Llamémoslo cinturón sanitario si se quiere. Que la insolidaridad y los intereses inconfesables no nos contaminen. A ver si de ésta, coño, de verdad nos vamos mentalizando y uniendo fuerzas para construir algo medianamente decente ahora que algo sí estamos purificados por las aguas del bichito, que dicho de paso su cosa buena está teniendo desde de este gran dolor de pérdidas humanas y enfermos.
 Llegado a este punto me asalta la duda de que en esta semana que llevo ausente de los medios el mundo haya cambiado, los hijoputas hayan desaparecido y todos nos hayamos convertido a la religión de esa belleza del alma de que hablaba ayer. Lo dudo, pero todo sería posible. Si así fuera la culpa la tendría mi amigo Santiago Pino :-) por mandarme una vieja grabación del Parlamento, que es la que ha motivado en mí el convencimiento de que en determinadas circunstancias el silencio puede y debe de ser el lenguaje más elocuente del que echar mano.


Pero, por favor, no es perdáis este hermoso silencio que se desarrolla a continuación entre un ciego y un pececillo.




“El pez y Yo”. La pelicula más corta gracias al talento de Babak Habibifar, director y productor iraní, que también es el protagonista. Rodada en 2014, demoró 30 minutos para ser realizada y tiene 1’30” de extensión. Al mejor estilo del cine mudo, deja un mensaje subliminal sobre la importancia que representa la vida: "de los demás.”











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