sábado, 25 de abril de 2020

Mi devoción por los cuerpos de melocotón






El Chorrillo, 25 de abril de 2020

Caro diario,
Te cuento. Esta tarde, cuando pasaba junto a aquella chica de culo gracioso y tan bonito, esa imagen que cuelga a mano izquierda según se entra en mi cabaña, me dio un ramalazo tal de ternura que no dudé en depositar un beso en su trasero, trasero en la tela de un lienzo de una vieja foto de entonces, de cuando todavía era posible pasarse horas y horas acariciando su pequeño cuerpo de melocotón. Hoy, después de escribir sobre una hora, las ocho, como si de ese instante pudiera nacer la magia de un duende que lo arreglara todo, después de huir, de eso ya hace días, del ruido del mundo, cuando pasé junto a esa fotografía caí en que con tanto bichito y tanta constancia escritoril sobre asuntos más o menos de la actualidad, se me estaba olvidando algo fundamental. Sí, caro diario, mucho hablarte de lo bien que nos lo podríamos montar con esto de organizar el mundo de otra manera, hablarte de unos ángeles que me despiertan con un regalo matinal, tanto poner a parir a cierta gentecilla a la que he decidido no nombrar, tanto hablar de tiros y troyanos, de pelis o de libros y resulta que dejo de lado esos mis cuerpos de melocotón con los que más o menos sueño a diario.
Sí, amigo, esa debilidad de toda la vida que debí de heredar por vía de devoción de mis antiguos rezos de niño en los Salesianos. ¿Lo recuerdas, verdad?, ya te hablé alguna vez de ello. Esas ocasiones en que de hinojos frente al altar de María Auxiliadora se me encogía el corazón y le rezaba lleno de arrobo. No recuerdo que le pidiera nada en especial, recuerdo el arrobo, la ternura que me producía mirar aquella estatua de escayola donde en cuyo manto azul yo veía representada la pureza… la pureza, la pureza, no recuerdo bien qué pureza podría ser porque con ocho o nueve años y encerrado desde los seis en un colegio de curas y sin pelitos en los genitales y sin saber para qué servía aquello que no fuera para orinar, no sé qué idea tendría yo de esa pureza con la que tanto aquellos ignorantes frailes machacaban a la chiquillería. Bueno, no sé bien de qué naturaleza sería aquella devoción que brotaba de mi alma de niño como una sed deseosa de la saciedad de un nosequé que por entonces se me escapaba, pero que después, ya de mayorcito, poco a poco fue tomando forma primero en la perturbadora sonrisa de una compañera de instituto, después en la fugaz mirada de una amiga, más tarde en un deseo grande como el mar de yacer abrazado a la calidez de un cuerpo femenino.
No hay duda, amigo diario, que así como el huevo viene de la gallina y la gallina del huevo, mi devoción por lo femenino debe de venir de mi devoción a la virgen, y mi devoción a la virgen naturalmente provenir de alguna antigua reencarnación adoradora de diosas que en algún momento de su gestación mutó a la virgen por mujer, por cuerpo de melocotón, por sonrisa encantadora. Porque digo yo, podría haberte dado por ser devoto del Altísimo o de ese señor con barbas, Dios Padre, le decían, o de la paloma del Espíritu Santo, pero no, tú erre que erre, que el objeto de tu devoción debía ser una fémina cayese quien cayese.
Así que aquí me tienes, ya sabes tú que la educación en la primera infancia siempre infunde una impronta indeleble, sí, ese adjetivo que usaban los curas en sus sermones, y por tanto, quien desde niño, como si fuera aroma de incensario, dejó los poros de su alma abiertos a la feminidad, ya no tiene remedio. Sujetos tales, sometidos desde su tierna infancia a las influencias femeniles vía la Virgen María o cualquiera de sus adláteres, sufrirán para siempre una fuerte adicción a los culos bonitos y al gracejo de los cuerpos de mujer, a lo que el tiempo no sólo no podrá poner coto sino que por el contrario tenderá, como en los vinos, a incrementarles las profundidad de sus gustos y deseos. Un tanto soez, sí, querido diario, eso de mezclar las cualidades del paladar con aquellas otras que propician el amor y la ternura de mis devociones, pero usted disculpe, no se me ocurrió otra cosa.  
Ya, claro, me dirás, que no en vano se cumplen años. Pues no, muy equivocado estás, amigo mío. El buen devoto que desde su más temprana infancia ha sido inducido a devociones tan peculiares y entrañables nada tiene que temer porque aquello sí, como también decían los curas, es imperecedero. Un cuerpo infectado por el virus de lo femenino es un cuerpo inmune a la desafección. Ergo, le digo a mi devoción, contigo hasta que la muerte nos separe.
Ahora, una cosa sí te digo, hay que practicar, ¿eh? Nada de dejar tus oraciones para tiempos de sequía o casas así. Hay que rezar devotamente; si puede ser todas las mañanas, todas las mañanas, pero si no, cada poco, no vaya a ser que cuando quieras ponerte de hinojos para hacer tus rezos diarios ante el altar correspondiente, siempre mejor antes de levantarse mientras uno despierta en el regocijo del cuerpo que abre los ojos al nuevo día, resulte que doña libido se ha fugado buscando un alma más devota y te deje a dos velas, o como por aquí se dice, te quedes a la luna de Valencia.
Faltaría añadir algo, querido diario, pero no sé bien cómo decirlo. Tú eres un poco duro de mollera y lo mismo o no me entiendes, o quizás yo no alcanzo a expresarme. Digamos que los objetos de las devociones, como los bytes, que son aparentemente inaprensibles, incapaces de ser tomados o sopesados como se hace con unas pocas canicas, pueden gozar de cierta fugacidad que es necesario mencionar para no llamarnos a engaño (dado que de todos es sabido que ni todos los melocotones están al alcance de todas las bocas ni a todos los melocotones les llega la posibilidad de una boca) que para el caso de las devociones, que tanto pueden ser un puñado, con tu pareja o no incluida, como un millar, es conveniente, primero activar la imaginación y su profundidad de campo, a más profundidad de campo mayores detalles nítidos en el campo de visión; y en segundo lugar tener un amplio repertorio al que recurrir, de propia experiencia o simplemente tomado de los pequeños encuentros que nuestros sentidos tienen con el mundo de nuestras devociones.  
Coño, la hora de la merienda. Se nos ha ido el tiempo volando, ¿eh? Se ha abierto la puerta y ha entrado Victoria con dos tazones de fresas con nata, esas fresas que están recogiendo estos días los de Vox sustituyendo a los inmigrantes, que me van a obligar a hacer un pausa. Lo primero que he oído cuando ha entrado por la puerta ha sido una carcajada. ¿De qué se puede reír esta mujer? Muy sencillo, desde hace un tiempo para ella lo único que hago es escribir. También hago otras cosas además de cumplir con mis devociones, pero ella es inmune a mis aficiones; si fuera otra seguro que dentro de un rato me mandaba a fregar los platos o a hacer la cena.
Paciencia, querido diario.


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