domingo, 26 de abril de 2020

Epistolario dedicado a los culos de melocotón y a los megusta



El Chorrillo, 26 de abril de 2020

Las vida se estaba poniendo tan seria últimamente en torno a los políticos y a la desolación que está dejando el Covid-19 a nuestro alrededor, que ayer consideré oportuno despacharne en la intimidad con mi diario a raíz de alguna de mis más íntimas devociones, los cuerpos y los culos de melocotón. Sé por experiencia que cuando hablo de esta particular devoción mía mis pocos lectores hacen mutis por el foro en los megustas, mientras que curiosamente el contador de los lectores del blog aumenta. De donde deduzco que los tales culos son del gusto de muchos, pese a que no consideren oportuno dar el plácet a sus tales gustos públicamente con los megusta.
El filósofo coreano Byung-Chul Han tiene una particular teoría sobre los megusta. “El me gusta, escribe en Psicopolítica, es el amén digital”. Cuando hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un entramado de hábitos y costumbres que está por ver que de alguna manera sirvan a la lógica de una comunicación más discursiva y enriquecedora. Me gusta, no me gusta, y todos contentos; al final de día nos vamos felices a la cama porque el número de los likes han sido suficientes al ego que nos habita. Mi afición a tomar de vez en cuando el rábano por las hojas me obliga a buscar un nexo entre el párrafo anterior y éste. Podría formularlo diciendo que lo que no gusta, que no clico como megusta, no es siempre realmente lo que no me gusta, razón por la cual uno no ha de fiarse mucho de los megustas. Suena a retruécano o trabalenguas, pero es cierto.
También es cierto que no se puede confundir la luna con el dedo que señala la luna. Así que no he dicho nada. Yo nunca añado un megusta en una de las mejores entradas que leo en feisbuk. Allí, si me encuentro con tres o cuatro ya son muchos. En curiosa oposición uno puede tropezarse con montones de entradas que sobrepasan los tropecientos megustas, entradas que es muy probable que no digan absolutamente nada. De todo hay en la viña del Señor. El me gusta es el amén digital, que decía Byung-Chul Han.
Es tiempo de volver a la devoción de los culos. Y dado que la tal devoción la he visto compartida hoy por un amigo de las redes, que además es poeta y le ha dedicado una bella décima, nada mejor que incluir aquí sus versos a modo de loa a los cuerpos bonitos de este planeta.

Homenaje al culo melocotón.

Culo tan lleno de vida
dotado de movimiento
¡mirarte me electriza!
Tus basculares con tiento 
mis sentidos agudizan
contemplar tal movimiento
hace surgir tal contento
tal deseo de apretarlo
acariciarlo, besarlo
¡que turba mi pensamiento!

El poeta, el amigo Santiago Fernández Navarro, se prodiga en sus elogios y escribe un largo parlamento que resumo: “Le digo al amigo Alberto, salesiano de pro, según definición propia, que este becario de los jesuitas, que de niño le daba patadas al balón en el campo de los Salesianos de Atocha, tiene devoción similar, sino mayor aún, por los culos de melocotón, esto es, por esos maravillosos traseros parte indisoluble de fantástica anatomía femenina que sueña a veces con tener vida propia. ¿Será, tal vez, que los hombres/niños de nuestra edad, sufridores de esa maravillosa y castrante deseducación religiosa, no hemos despertado, ni despertaremos de los sueños infantiles? Espero que así sea y sigamos siendo "cuña de la misma madera”.
Regocijo me produjeron las palabras de este amador con el que ya, de momento, no más comparto dos cosas esenciales en la vida: la montaña y los cuerpos femeniles. Desde este regocijo hube de responderle: “Ah, jajaja, ah. Me encantan, Santiago, tus devociones, que comparto plenamente. Se ve que tienes alma de poeta, porque poeta hay que ser para gustar con tanto ahínco de la fruta del árbol del bien y del mal (que no se piense por otra parte que es esa manzana que llevó a la humanidad a ganarse el pan con el sudor de su frente), esa otra parte demediada de la que decía Agatón por boca de Platón, que es la mujer que con su amor “da paz a los hombres, calma a los mares, silencio a los vientos, lecho y sueño a la inquietud”. Fruta del bien y del mal porque, ¡ay, ¡cuántos habrán sido y serán fruto de sus maravillosas garras, cuántos lanzados al Averno por la tentación de sus bondades y la caricia perturbadora de sus cuerpos! ¿Cuántos esos pocos sabios que en el mundo han sido se habrán podido librar alguna vez de las lágrimas y la desesperación de un naufragio, de ir a parar con sus huesos contra las rocas de la isla de las sirenas allá por Escila y Caridbis?
Pero sigamos con el epistolario: Me pregunto ¿no será esa tan denostada educación monjil que recibimos de niños al fin, esos rezos a María, ese esconder el sexo, la fuente de nuestros deliquios amorosos –que con suerte han de de durarnos hasta el día de la muerte, dicho sea de paso– esa represión a que sometieron, a nosotros y a nuestro sexo, la razón que coadyuvó a que quedara en nosotros la marca de ese anhelo escondido como una señal grabada al fuego en nuestra piel? De eso trata precisamente el erotismo, en sugerir, en tratar de adivinar tras un dobladillo o un escote. La educación de los Salesianos posiblemente fue eso, una formidable educación de erotismo demorado. Probablemente si una de las clases de entonces hubiera consistido en mostrarnos anatomías femeninas al desnudo creo que habríamos quedado ayunos de ese erotismo que nos acompañará toda la vida.
Aquella mojigata represión al final fue eso, más madera, como en la película de Buster Keaton, más madera con que alimentar nuestra imaginación y los cuerpos de melocotón a lo largo de toda la vida. Ergo, ¿no seremos nosotros deudores de aquellos curiles profesores que con sus melindres y falsos eufemismos contribuyeron a dotar a nuestra sexualidad de este halo de expectativa, halo poético con que miramos a las mujeres? Ahí queda una más de las sugestivas razones de esta loca afición por lo femenino que persigue día y noche a tantos varones de este planeta.



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