El Chorrillo, 23 de
abril de 2020
La arvejilla, bellísima en su sencillez, trepa
estos días por el seto del oeste de nuestra parcela mientras más allá el viento
nos trae los aplausos y la música de las ocho de la tarde. Las ocho de la tarde
no tiene todavía un poeta que la cante, pero debería tenerlo. No hay en el
poemario español versos que canten una hora mágica como lo es las ocho de la
tarde. Lo hizo Lorca para las cinco de la tarde pero aquella era un canto de
desgarro y dolor por la muerte de un torero, mientras que las ocho de la tarde
de esta primavera todavía está huérfana de un poeta que la apadrine.
En nuestra casa las
ocho de la tarde es la hora de caminar dando vuelta y vueltas a la parcela
hasta completar los tres o cuatro kilómetros y, cuando la brisa viene del sur,
también es el momento de escuchar las canciones que acompañan a los aplausos en
el pueblo. No siempre la brisa es lo suficiente comprensiva para traernos en
sus brazos ese momento que ya se ha hecho universal, pero se porta no obstante.
Hoy llegaba especialmente bien. Empezó cuando yo me recreaba en hacer un
ramillete de arvejillas para adornar mi mesa de trabajo.
A veces a uno,
cuando cada tarde le llegan de la lejanía la música y sus aplausos, se le ocurre
pensar en cosas raras, por ejemplo, en un futuro en donde los ciudadanos a una
determinada hora del día, como es el caso ahora, salieran a los balcones a
aplaudir los gestos de buena voluntad y entrega de alguno de sus vecinos; donde
se saludara con afecto al médico o a la enfermera que ha aliviado algún dolor;
al maestro que ha introducido a tu hijo en el camino del conocimiento y de la
vida; al panadero que ha pasado toda la noche horneando ese pan tierno que te
comes con el desayuno; al policía que ordena el tráfico; al político que ha
gestionado debidamente los recursos económicos y humanos y que se ha acordado
especialmente de las personas más necesitadas; al agricultor que se levanta en
pleno invierno a las seis de la mañana para podar las vides o que ara la tierra
para dar de comer al mundo.
Esta tarde, después
de una gratificante y bella partida de ajedrez con mi amigo Paco, el suertudo
Paco desde cuyas ventanas, las de su casa, quiero decir, se puede ver en todos
los momentos del día las bellas cumbres del Almanzor y La Galana al alcance de la
mano; después, tuvimos una larga conversación en la que Paco no se mostraba
nada convencido de que tras la historia del bichito el mundo fuera a cambiar
mucho. Evidentemente las cosas raras que a mí se me ocurrían son productos del
entusiasmo que genera la espontaneidad de la gente, esa parte generosa de la
humanidad que llegado el caso observa perpleja a sus emociones revolucionarse
alrededor de algo que no sea un gol magistral, el premio de la lotería o la adquisición
del último automóvil. El pesimismo de Paco estaba más que justificado, pero
aunque yo intentaba alentar la posibilidad de que de todo esto al menos surgiera
el despertar de una nueva conciencia, el dilema seguía ahí: ¿Servirá todo esto
para repensar el mundo, reflexionar sobre los estragos que cometemos con la Naturaleza , considerar una
más justa redistribución de la riqueza?
Todos, casi todos,
querríamos que el mundo cambiase de rumbo, que comenzase una nueva singladura
que nos alejase del desastre al que nos conducen los locos de este planeta;
pero la memoria es débil, decía Paco, ya verás que pasado un tiempo después de que
todo esto haya terminado, cómo todos volvemos a lo de antes; aquello de El Gatopardo: que todo haya cambiado para
que al final no cambie nada. Y nombraba la necesidad de una educación que
comenzara en la escuela; y yo le decía, y el me decía…
En cualquier modo
hay gente a quien se le muere un ser querido y ello le hace pensar y plantearse
el sentido de la vida y sus derroteros. A partir de ahí y en poco tiempo, para
la mayoría aquello caerá en saco roto, pero siempre habrá muchos que se salven.
Las emociones tienen profundas raíces en nosotros y su lenguaje es inequívoco. Si
las emociones han estado un largo periodo de tiempo de parte de los cuerdos de
este planeta, es difícil que los sujetos que las experimentaron vayan de
inmediato a alinearse en el bando de los locos, y menos todavía en el de los…
eso mismo que estás pensando.
Acabamos de ver una
película de Bergman, El rito, y ésta,
como sucede casi siempre con sus obras, algo descarnado ha dejado mi ánimo; su
cine, siempre acosado por el peso de las pasiones y su encuentro con las luchas
internas, apuntan hacia un mundo interior complejo en que las emociones son de
una caladura personal e íntima que apenas podríamos poner al lado de la
sencillez samaritana e ingenua de la que hablaba más arriba. De una parte el
mundo de las personas y sus luchas interiores, la búsqueda de la posibilidad de
aproximarse a una tierra prometida donde cada cual pueda sondear y enriquecer
su propia existencia; de la otra su proyección social, el trabajo de la colmena
que, atendiendo al bienestar común crea también las condiciones para que cada
cual pueda hacer de su vida lo que mejor le plazca.
Las ocho de la
tarde podría ser un buen referente en nuestro futuro próximo. No olvidar de
donde venimos para así ver con más claridad a donde vamos y qué mundo queremos.


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