24/10/2025
Leo a Krasznahorkai. La densidad de larguísimos párrafos, un tren que llega a una solitaria estación, una tormenta que termina disolviéndose en la distancia, y mientras tanto en pequeños incisos pienso en si acaso estaré penetrando en un espacio nuevo que ha de llevarme a algun especial lugar donde palpitan rastros de emoción relacionados con el contacto de la tierra. Alejado del mundo y absorbido por las tareas del jardín, qué he hecho hoy, qué haré mañana, cómo y por dónde haré la nueva salida de desagüe de la fosa séptica, protegeré o no de la lluvia el montón de estiércol sobrante, qué orden seguiré en los trabajos, podar, triturar, compostar; en el inciso en que la realidad global hace su aparición, el mundo y sus cuitas se amortiguan, incluso las excentricidades del psicópata Pato Donald se matizan y adquieren mientras rastrillo la tierra la calidad propias del tarado mental, lo que alivia la presión de los despropósitos; a un enfermo siempre le perdonamos un tanto sus desafueros. Pero la tierra es bondadosa y termina por dejar a un lado eso que no tiene solución que no sea que el tal, pinpanpún, pase a mejor vida. Poca cosa, pero que al menos daría un respiro a lo que sucede más allá de mi jardín.
“En los últimos mil años, muchos vientos habían recorrido
aquel espacio”. A este lugar algo parecido debió de sucederle, sólo que campo
yermo, hasta que llegamos nosotros, ninguna música sonaba entre los árboles,
que no existían, ningún pájaro cantaba en las ramas. Ahora el viento desde hace
días ha vuelto a visitarnos. Los árboles andan agitados zarandeados noche y día
por las ráfagas del oeste. Siempre es así, llegan sin más de la lejana sierra
de Gredos, fuertes, arrafagados. Me obligan a dormir con la puerta cerrada. Por
la mañana todavía están allí. Ayer al palear el estiércol un fino polvo me
cegaba y se me metía por la boca. Tuve que protegerme los ojos y buscar una
mascarilla para seguir trabajando. ¿De dónde vendrá el viento? ¿Dónde tiene su
lugar de reposo en los días de calma?
Cuando cavas ahí abajo te encuentras cientos de raíces,
lombrices, quizás alguna topera. Bajo la surperficie vibra una VIDA misteriosa
que desconocemos. Las raíces, las lombrices, las bacterias que trabajan
incansablemente en el suelo; también los conejos, los topos o las marmotas en
otras latitudes. Yo alimento ese mundo desde hace días, lo estercolo, lo riego,
le quito las malas hierbas, la vegetación muerta. El contacto con la tierra me
hace dichoso. Deberíamos asombrarnos de ese mundo en el que tanta vida se
mueve. “A menudo toco con asombro la tierra y la acaricio”, escribe Han en Oda a la tierra.
Hicimos una severa poda en algunos olmos de la linde del
oeste. Sus largas pelambreras yacen en el suelo esperando ser troceadas y
apiladas en la leñera. Son árboles que planté del tamaño de uno o dos palmos
hace más de treinta años. Sus vidas han corrido paralelamente a las nuestras,
las de Victoria y mía y la de nuestros hijos. Hoy nuestros brazos no dan para
abarcar sus troncos. Se alimentan de la tierra, el agua y el sol. Viven en
sintonía con sus semejantes, las lombrices o los pájaros. El constante ulular
de sus ramas y hojas acunan mi sueño estas noches.
Leo estos días a Laslo Kranaszhorkai. Habla del nieto del
príncipe Genji, un gran observador de las cosas de la naturaleza y los templos
antiguos del Japón… Su lectura me hace
pensar que apenas vemos, que vivimos una parte insignificante de cuanto vibra a
nuestro alrededor. O si lo hacemos, cuando vemos un árbol sólo vemos un árbol. Todo
es tan real, tan conocido, tan repetido, y estamos ocupados en tantas otras
cosas… Acaso eso sea también la vejez, todo lo conocemos, todo lo sabemos…
aparentemente.
¿Será necesario, imperativo ya mismo, poner coto a esta
manera superficial de relacionarse con los árboles, con

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