El Chorrillo, 15 de abril de 2025
Hace unos días hacía una reflexión en torno a lo
que puede pasarnos por la cabeza esos últimos minutos que preceden a la muerte.
Hoy volví a plantearme parecida cuestión pensando en Vargas Llosa. Es cierto
que puede ser un planteamiento acaso fuera de la lógica cuando la muerte es
repentina, un accidente, un infarto, sin embargo no es el caso el que supongo;
me refiero cuando tienes por delante un tiempo contado y un sufrimiento
moderado que no te impida reflexionar unos instantes sobre lo que ha sido tu
vida.
Situarte en esos instantes o imaginar cómo se
puedan sentir determinadas personas en
el momento final de sus vidas, siempre me pareció un inapelable encuentro con
una verdad difícil de eludir. No podemos saber qué sucedió en la irrupción del
silencio que se produce cuando uno, desprendido definitivamente de la feria de
las vanidades, se encuentra a sí mismo en la desnudez de su yo. Decimos con
razón que la vida no tiene sentido, la única razón de su existencia como tal
sería reproducirse, sin embargo desde el momento en que en el hombre surgió la
conciencia, la capacidad de un ser para darse cuenta de sí mismo y del mundo
que lo rodea, parece que de algún modo estuviéramos orientados a la pervivencia
a través de los otros. La conciencia se
habría tejido desde lo social. Sería en la relación con los demás donde nace el
sentido de uno mismo.
Y quizás ese “los demás” a los que de alguna
manera nos debemos, es donde se produce la quiebra entre aquellos que de algún
modo sienten en sí un deseo de contribución a lo social, entendiendo esto como
un deseo de justicia generalizada, y los otros, para los que la justicia es un
asunto personal y tribal totalmente desconectado del bien general.
Ese desgajamiento que se observa después de su
juventud en Vargas Llosa de la justicia entendida como distribución de la
riqueza, del bien general, para centrarse en el respaldo de individuos como Aznar
o Ayuso, su oposición a los regímenes de izquierdas de América Latina y su
defensa del liberalismo económico, al estilo de
Milton Friedman, el ideólogo que sirvió en bandeja a Pinochet las
directrices económicas con las que habría de vestir su dictadura, hacen de
Vargas Llosa un deplorable personaje que malamente casa con la excelencia de su
escritura.
Mi curiosidad, por más que esté señor estuviera
convencido de sus creencias políticas y económicas, provienen del hecho del
extremo contraste de sus actuaciones de juventud y la trasformación posterior.
La juventud de Vargas Llosa estuvo marcada por una profunda simpatía hacia las
ideas de izquierda. En los años 60, Vargas Llosa fue un entusiasta admirador de
Fidel Castro y
¿Quiénes de nosotros, gente ya con muchos años,
última generación que convivió con el franquismo, no recuerda con cierto fervor
aquellos años jóvenes en que nuestra conciencia social y política de izquierdas
se fraguó en calles y manifestaciones? ¿Quién no recuerda ese calor que nos
movía por forjar un mundo más justo? Es desde esa perspectiva desde donde la
actitud de este señor pagado de sí mismo y soberbio desde la cabeza a las uñas
de los pies, desde donde lo pienso en esta noche cercano a su muerte. Triste me
lo imagino, pese a toda la parafernalia con que lo viste la prensa. Alguien que
pudo ser y que partido en dos, como el vizconde de Italo Calvino, del que
admiraremos su labor de novelista y cuya otra mitad miraremos con cierto
desprecio, sus ínfulas de grandeza, su soberbia y el poco favor que hizo a las
causas comunes. Ni idea de los pensamientos que pudieron habitarle sus últimos
días, pero imagino que esa dicotomía entre los actos de su juventud y los de su
madurez, algo debió de inquietarle en esos momentos.
“El camino termina entre el perejil” es un haiku
japonés de Yosa Buson. El haiku evoca una imagen serena y simbólica, la de un
sendero que concluye en un campo, una pausa en el camino, una invitación a la
contemplación y a la sintonía con la naturaleza. Me encanta este haiku por la
sencillez de la filosofía que encierra. Cosas simples y sencillas de la vida
que están en oposición a vidas como las de este señor, que no sabiendo ni freír
un huevo, al decir de su primera mujer, fue grande en la literatura pero
esperpéntico más allá de ella.
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