martes, 28 de abril de 2020

La hermosa banalidad de todo lo que hacemos y alguno de sus corolarios


Minotauro acariciando a una mujer dormida


El Chorrillo, 29 de abril de 2020

Me encontraba dispuesto hoy a no coger el boli y el papel pero está visto que ni por esas, el vicio de escribir me puede y me temo que algo tiene que ver el bichito con ello. Con el bichito me temo que empiezan a tener que ver muchas cosas, porque incluso el ruiseñor de nuestra parcela, que castiga J mis oídos durante toda la noche, ha vuelto a esta hora, ya el tiempo de la siesta y que por culpa de este vicio que mencionaba más arriba hoy no llegará, ahora sí a darle de nuevo con su canto de parecida manera a la que yo le doy a las teclas. ¿Enfermedad producto del encerramiento, de la nostalgia, de abrazarse a un alma gemela en el ruiseñor? Quizás sí la escritura sea un alma gemela que, acosada por la soledad en algún rincón remoto del cerebro, pide en estos tiempos en que nuestra conciencia deja hablar con más frecuencia a las bondades de nuestro yo, salir a paseo como niños encerrados a los que la claustrofobia pide un rato para ir a la calle a jugar entre los gorriones bajo los árboles. Quizás también como afirmaba un personaje en La fortaleza escondida, de Kurosawa, la necesidad hace pensar hasta al más tonto, porque en definitiva escribir no es otra cosa que ejercitar las posibilidades del pensamiento.  
Por otra parte está también la banalidad de todo lo que hacemos cuyo ejemplo más cercano para mí en estos días lo es tanto la escritura como el hecho de jugar al ajedrez. ¿Qué razones se pueden dar sobre el por qué del juego? Cualquiera, un pedagogo, un maestro del ajedrez, puede argüir sobre las bondades de la práctica del ajedrez o del simple juego, pero en su sentido más pleno la realidad es que cualquier juego no tiene otra finalidad que la diversión, el placer que el juego nos produce.
Profundizar en los porqués de las cosas tiene a veces la gratificación de encontrar en su camino una simplicidad capaz de hacer tambalearse muchos de nuestros sesudos planteamientos sobre la vida. Encontrar que la finalidad de lo que hacemos no tiene otro objeto que el hecho de hacer lo que hacemos, por la simple razón de que eso nos place, nos procura un placer, puede ser el novamás de nuestros “descubrimientos” filosóficos. Ese tipo de respuestas como la conocida de Mallory cuando le preguntaron que por qué escalaba montañas y a lo que respondía escalo montañas porque están ahí, con toda su aparente simplicidad encierran un alto sentido que de habituarnos a aceptarlo en su sencillez podría aclararnos muchos muchos interrogantes que nos planteamos.
La “manía” de buscar porqués a tantas cosas que hacemos a lo largo de nuestra existencia, enquistada en nosotros como una especie de sobreactuación o impostación de nuestra razón, y alimentada por la religión, el utilitarismo o la necesidad de dar trascendencia a nuestros actos, que es una muestra más de nuestra soberbia e inicuidad (olita roja al canto) a la hora de postularnos como seres trascendentes y eternos, debería ponernos sobre aviso sobre el engaño que supone encontrarle una finalidad a la vida que no tiene. La simplicidad con que este ignorante se plantea en ocasiones algunos asuntos se comprenderá que es formidable, sí, pero es lo que hay. La última vez que leí a Albert Camus, se trataba de El mito de Sísifo, entendí que así, a modo de sobrevuelo, Camus no hablaba de otra cosa que de esto. “La sensación de absurdo a la vuelta de cualquier esquina puede sentirla cualquier hombre. Como tal, en su desnudez desoladora, en su luz sin brillo, es inasible”.
De todos modos, si algo bueno se puede sacar de estas reflexiones es la certeza de que, no me cansaré de decirlo, tanto para quien me lea como para mí mismo, la certeza de que el camino termina entre el perejil.
Podría terminar aquí este post, pero mis hábitos de atravesar el millar de palabras me empujan a continuar. Y de continuar no se me ocurre otra cosa que dar salida a cierta presión que se me acumula dentro a raíz de las dos últimas películas de Bergman que he visto, El rito La sed. Esos personajes que se debaten ante la opción de tener que elegir entre una aborrecible soledad y una convivencia desoladora, o que muestran la profunda confusión de sus almas, en El rito, un hierático juez, híspido, severo, formal en cuya alma Bergman ha depositado el sentido de la justicia junto a una exasperante soledad, una sexualidad reprimida que estalla en pedazos, un miedo que al fin aflora terrible en sus últimas secuencias; en La sed el desasosiego de querer amar, el violento escozor de mostrarse al otro, la fatalidad de nuestras propias pasiones luchando por abrirse paso, por calmarlas, el conflicto, y el amor, en encuentro junto al desencuentro más feroz; todo fundido en las secuencias de un viaje en tren.


Bergman en estas películas es Strindberg en carne viva, pero en el teatro. Recuerdo que una vez leí el teatro completo de este autor y, pese a no recordar ninguna obra en concreto, la señal que me dejó es la misma que siento cuando veo una película de Bergman, esa candente lucha en la que, como en el grabado de Picasso Minotauro atacando a una amazona, los cuerpos, las pasiones, el amor y el odio se confunden. Si el teatro de Strindberg es el teatro de la crueldad y el absurdo, el cine de Bergman no le va a la zaga en esa lucha, lucha siempre despiadada, en que no hay espacio nunca un final feliz.
Hopper y Edvard Munch forman parte también de ese escenario nórdico casi siempre tan terriblemente parecido, en donde uno se admira de ver aparecer a un Peer Gynt que, pese al dramatismo de la obra termina en los brazos de su amada Solveig (no me resisto a dejar más abajo el link de la hermosa Canción de Solveig). En ellos siempre uno encuentra latentes esos profundos sentimientos que subyacen a la apariencia real con que nos presentamos ante el mundo. Es como si desnudaran el alma de la superficialidad que nos acecha para mostrarnos partes esenciales de lo que somos, de lo que es cada uno en esta representación teatral que dura unos instantes y poco después, puf, se convirtió en aire (eso mismo, Macbeth).





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