El Chorrillo, 20 de agosto de 2021
Quitando
un rato que estuve comentando una entrada en FB que hablaba de que todos éramos
unos virus, unos desalmaos, vamos, que estamos arruinando el monte y todo eso, y
que yo quise puntualizar porque aunque la modestia obliga a veces a utilizar la
primera persona del plural para hablar de males generales, yo no estaba de acuerdo, quitando ese rato,
me he pasado la tarde leyendo, primero una novela, Invierno, que escribí hace años y que estoy descubriendo como un
libro que merecería imprimirse y estar en las estanterías de las librerías; de
hecho lo he empezado a leer porque me han pedido el manuscrito desde una
editorial italiana que tiene de logotipo un gato como que te está mirando
pronto a salir disparado. El libro lo escribí hace bastante y de hecho creo que
no lo he leído tras haberlo dado por terminado; pasé unas semanas tan metido
dentro de él, del personaje, quiero decir, que quedé exhausto. Total, que ahora
que me han pedido el manuscrito he decidido leerlo y encuentro que el libro
está bastante bien, pero, jo, es denso, cansado, me fatiga leer y debe de ser
porque en toda la obra no hay ni un punto, ni una coma y ni siquiera una
mayúscula, tan sólo de vez en cuando aparece un renglón en blanco que es como
una isla en una travesía marina, un respiro que parece marcar un cambio de
tiempo en el monólogo de la protagonista que es precisamente una mujer, alguien
de quien estuve enamorado y que, cuando me dejó, mi alma quedó hecha una
piltrafa. En la novela creo recordar que ella al final se pasa por el cuello una
cuerda que colgaba de la rama de un árbol y se deja caer. Creo, no estoy muy
seguro. Es un final que me lo sugirió un trozo de cuerda de escalar que usaba
hace medio siglo y que no sé por qué razón quedó colgando de la rama de un
árbol de la parcela. Quizás en otro tiempo fuera el soporte de una hamaca.
Decía que primero fue Invierno, pero
terminé por cambiar de historia y me fui con El guardián entre el centeno, que me estaba esperando desde hace
semanas, de cuando un día descendía por un aridísimo valle de los Alpes y se me
habían acabado unos cuentos de Salinger, y que trata de las peripecias de un muchacho
enfrentado al fracaso escolar y a las rígidas normas de una familia
tradicional. Total, que tumbado como estaba en la cama frente al ventilador después
de leer una veintena de páginas me empezó a entrar sueño y decidí incorporarme,
que no iba a ser cosa de pasarse el día en la cama, que luego el cuerpo se te
queda como acartonao. Y aquí estoy a
ver qué coño escribo, que yo iba a hacer otra cosa, pero es que los dedos se
aproximan al teclado y ya pierden el norte, es como cuando se te empieza a
empinar sin que te des cuenta y sin saber muy bien por qué ya no tienes más
remedio que seguir el juego a la cosa. Eso de lo que uno no tiene la culpa y
que la especie, o como quieras llamarlo, metió en algún lugar bajo el pelo para
que el mundo siguiera adelante, que si no, ya me dirán, con lo jodido que está
el mundo, no sólo por los talibanes y toda esa mierda de gente que sólo aspira
a que el oro les salga por las orejas, que parece que dentro de poco va haber
que hacer cola para subir a los montes o bañarte en una playa, que somos muchos
para un mundo no suficientemente grande, que si no a qué tanto seguirle el
juego a las neuronas y a toda esa suerte de ingredientes que… pues eso. Pues
eso, que a unos se le soliviantan las neuronas ante ciertas presencias de seres
de diferente género de la especie homo
sapiens sapiens y a otros las yemas de los dedos sobre la suave calidez de
un teclado. ¿Quién creerá a estas alturas que escribir pueda asimilarse a eso
que mal llaman hacer el amor? Pues sí que se puede, qué leñe, que cuando el
gustito empieza a subirte por dentro y correteando correteando se desliza desde
la materia gris del cerebro hasta las mismísimas yemas de los dedos, algo
parecido sucede. No terminará la cosa como una irrupción de fuegos artificiales
con ayes y jadeos pero ¡ay!, ¡ay! su
anillito de plomo,/ ¡ay! su anillito plomado, con cuánto gusto el lagarto y
la lagarta, con sus delantalitos blancos, irán en busca de su anillo plomado, una
idea, un párrafo, una metáfora, algo con que pintar sobre el lienzo de la
pantalla, donde las palabras saltan y saltan unas veces al tuntún, otras
acompañada de costosos argumentos, algo, unos garabatos, con que marcharse a la
cama contento como un niño. No sé si mi libro gustará y esa gente que se dedica
a ordenar las historias en las páginas de un libro se decidirá a publicar ese Invierno, una historia de amor que como
tantas historias de amor terminan en desgarro, dolor y lágrimas o si esa otra
historia que suscitó Uge, citando Matrix,
en donde los sapiens parecen destinados a convertir el mundo en un lugar
inhabitable, o acaso si ese despechado adolescente de la novela Salinger será
capaz con la soltura de su lengua de aliviar la hipocresía general que también parece formar parte de la esencia de
ese mundo en que vivimos… No lo sé, pero en cualquier caso la hora de la siesta
ha concluido y ahí quedan los interrogantes para seguir alimentando el estómago
del dios de las pequeñas cosas sin resolver.
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