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Con las gafas rotas y en mitad de uma pérdida aldea de Malawi no había más remedio que apañarse |
El Chorrillo, 23 de agosto de 2021
Hace un momento, mientras tomaba el café con Victoria, salió a colación un tema que siempre me ha tenido intrigado. Y es que veo con frecuencia una discrepancia en los gustos literarios tan grande con otros amigos lectores que me admira. Observo, por ejemplo, cómo A y B se muestran tan entusiastas de Julio Llamazares, cómo para B Roberto Bolaño es lo no va más de la literatura de los últimos años, y me cuestiona. A B el Ulises se le cae de las manos, a mí me lleva a lecturas sucesivas. Se dan ejemplos de este cariz bastante a menudo. Para mí el libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco, quería explorar tan exhaustivamente todo lo concerniente al libro que terminó por aburrirme, mientras que a mis amigos lectores, B o F, les entusiasmó de principio a final. Un libro del que disfruté una buena parte pero cuya prolijidad exploratoria terminó por aburrirme al punto de abandonarlo algo más allá de la mitad de su curso.
De Llamazares leí hace un pegote de años La lluvia amarilla y algo que hablaba de Madrid o del cine, y me dejó frío; de Bolaño terminé con Los detectives salvajes, bien tan solo, pero en 2666 no logré pasar de la mitad.
Anoche, mientras releía a Salinger, El guardián entre el centeno, una obra que ha catapultado a su autor hasta constituirse en una de las figuras más relevantes de la literatura moderna, me echaba las manos a la cabeza. No es sólo que discrepe con alguno de mis amigos lectores, es que mi discrepancia se extiende mucho más allá, ese ámbito en que determinadas obras son elevadas por encima de las nubes siempre me fue sospechoso. Así, hacer de El guardián entre el centeno una novela clave de entre las publicaciones de los últimos cien años me parece un disparate fenomenal. La impresión que sacábamos Victoria y yo hablando de estas cosas es que es bien posible que muchos de nuestros gustos literarios, como otros tantos productos de consumo que se nos imponen y que con el tiempo adquieren la característica de presión social inconsciente, sufran de la influencia del medio hasta el punto de que nos sea difícil abrirnos paso en esa presión para ver por nosotros mismos si lo que leemos realmente nos está llegando a esa parte del alma o del placer que son las claves que determinan que una obra literaria es o no una gran obra de arte.
Hay que recordar en defensa de este punto de vista que obras insignes como Bajo el volcán, de Malcolm Lowry o los libros de Kafka pasaron desapercibidas para sus contemporáneos, y Kafka, quizás uno de los escritores más notables de la literatura centroeuropea, no llegó a ver publicada su obra en vida.
Evidentemente el tiempo no sólo cura muchos males, también depura nuestros gustos literarios y va dejando a un lado y a otro la presión que ejercen críticos, editoriales y medios de comunicación en ellos para revelar la gracia de aquella literatura, aquellos libros que fueron claves en nuestra historia personal y que generalmente no difieren de la notoriedad y el aprecio que el tiempo les ha otorgado.
Cuando ayer tarde veía a mi chica buscar entre mis libros de la cabaña, enseguida me dije, date, seguro que está buscando alguna joya. De los miles de libros que andan sueltos por ahí en alguna habitación de la casa, yo he tenido el capricho de poner al alcance de mi mano en la cabaña aquellos que más me han gustado y que constituyen en cierto modo con sus enseñanzas, sus historias y el hilo de las emociones que han arrastrado a través de mi ánimo, una parte inseparable de mi yo. Había dado con el libro que buscaba, un tocho acaso más voluminoso que Guerra y paz. Se trataba de Middlemarch, de George Eliot. Me sonreí enseguida recordando las circunstancias en que lo leí. Había elegido aquel libro para llevármelo a Lanzarote, donde pretendía caminar alrededor de toda la isla con mi amiga Margarita. Fue tan absorbente su lectura, tantas horas de delicioso recreo entre sus páginas, que durante las tardes junto a la rompiente del mar, y que eran largas horas que dedicaba a leer, apenas tenía fuerzas para ocuparme de mi amiga. Ella terminó por enfadarse conmigo, tenía celos de mi libro. Caminar junto a las olas en Lanzarote es uno de los placeres que con más gusto recuerdo, pero si a la travesía de los campos de lava de Lanzarote , sus espléndidos atardeceres y el romper de las olas junto a nuestro vivac, uno la lectura de George Eliot, obtengo uno de los recuerdos más entrañables de mis tiempos de caminante.
Quizás me sucede que cuando veo revolotear tantos títulos por las redes sociales, títulos más o menos de actualidad, como si estos fueran el no va más de todo aquello que podamos leer, me entra la sospecha de que sea harto frecuente el que se nos vaya la mano en el énfasis. En las redes sociales usamos, se usa, con excesiva frecuencia de una impostación de juicio que traducida al blanco y negro de la fotografía abusa de los blancos y los negros dejando al margen una extensa gama de grises. La excelencia de algo y lo simplemente malo se reparten anómalamente una parte considerable de los juicios, dejando entre bambalinas lo que acaso podría constituir el juicio más equilibrado de aquello que leemos o vemos.
Ese entusiasmo con que nos expresamos en las redes bajo la influencia de una reciente lectura sigue siendo una incógnita para mí que soy bastante propicio a seguir tras los entusiasmos de algún amigo el rastro de muchas lecturas. Una incógnita porque no sé si el mucho o poco entusiasmo de mis amigos mostrado por alguna obra debo pasarlo por algún alambique al caso. A, por ejemplo, me proporcionó pistas sabrosísimas con La vida simple o algún libro de Conrad o Stevenson que todavía no conocía; C, me llevó a engancharme con Los bravos, de Fernández Santos, al punto de no poder soltar el libro hasta que a las tantas de la madrugada di con el final; D, amén de orientarme hacia algunos muy excelentes libros se montaña, me llevó un buen título sobre la España vacía (Sergio del Molino) hasta mis manos en un momento en que atravesaba la Península a pie, lo que unió al placer de caminar el del conocimiento del entorno que estaba cruzando, pero cuyo libro lleva a B a decir que Sergio del Molino es uno de los mejores escritores de nuestra época, lo cual me parece una exageración sin demasiados fundamentos. Y tengo favores que agradecer, tantos, de este estilo, en donde mi débito con Borges, que no goza del todo de mi aprecio, es enorme por haberme descubierto hace décadas a uno de los mis escritores favoritos, Joseph Conrad, es sólo un ejemplo de cuánto debemos a unos y otros el habernos regalado un autor, un título, que después ha hecho las delicias de tantas y tantas horas de lectura.
Hay un factor que muchas veces determina el que un libro nos guste más o nos conmueva con más fuerza, el estado de ánimo, recuerdo libros y canciones que me parecieron sublimes en una situación y un estado de ánimo propició, y que ahora en su re lectura me parecían fatuos e insulsos.
ResponderEliminarYo tiendo a leer libros que me hacen pensar de forma lateral, libros casi siempre científicos, que lo lea cuando los lea siempre encuentro algo nuevo en que reflexionar.
Libros como La partícula al final del iniverso, de Sean Carrillo, o Llamando a las puertas del Cielo de Lisa Randall, El orden del tiempo de Carlo Rovelli, La Mente del emperador, de Roger Penrouser. Es literatura para pensar.
La literatura de montaña me hace motivarme para seguir con sueños realizables, aquí hay de todo, bueno, malo y algunos muy buenos.
Y la novela negra, de la que soy un ávido lector y me hace pasar buenos rato.
De lo demás, filosofía, relato, ensayo ficción y no ficción he leído de todo, y puedo asegurar que cuento con los dedos de una mano los libros que no he podido con ellos, y los he tirado a la basura.
He contabilizado los libros leídos durante mi vida y la cuenta que me sale está entre más de 6000 y menos de 8000.
Y después de todo este bagaje no soy capaz de astibar ni por asomo, que coño hacemos en este mundo y hacia dónde vamos.
Recuerdo con cierta opresión un título de Italo Svevo, Senectud, en el que protagonista, ya muy mayor, se lamenta hondamente por el casi nulo rastro que ha dejado a su edad los miles de títulos leídos durante toda la vida. Es una idea que a veces me persigue también con una cierta sensación de frustración, sin embargo también es cierto aquello de que la cultura de uno es aquello que queda después de haber olvidado el contenido de los libros que leíste, ese algo que no sabes en qué consiste pero que acaso forma junto a las células de uno y la experiencia el ser que cada unos somos. Es imposible saber qué seríamos, cómo sería nuestra persona si no hubiéramos leído esos miles de libros que nos han acompañado a lo largo de la vida.
ResponderEliminarA mí sin embargo, hablo de tu último párrafo, tantas lecturas sí me han ayudado a descifrar algo ese enigma. Hacemos nada, absolutamente nada, vivir. La razón, que es algo que adquirieron a última hora los antropoides más avanzados, es una impertinente :-) y se empeña en buscar una relación de causa efecto en todo. La especie, pienso, sigue la tónica de reproducirse indefinidamente y hace cuanto puede para conservar la vida. No creo que haya más, nada por lo que rasgarse las vestiduras por demás,