De Hamlet (Laurence Olivier, 1948) |
El Chorrillo, 19 de enero de 2021
La película, Hamlet,
con Laurence Olivier, había concluido hacía un rato y ahora había vuelto al
relato de Mulisch. Max y Ada estaban copulando sin prisas, como quien se
entretiene en el ir y venir de las olas, y Onno había llamado a la puerta. Max
se retiró de ella, Ada protestó y éste sin apenas volverse le dijo: "hazte una
paja", y salió pitando a la búsqueda de su amigo. Ada después de reflexionar un
poco decide decirle ciao para
siempre. Busca un papel y un lápiz para dejarle una nota, pero queda para más
adelante lo que realmente pueda suceder.
Momentos antes Hamlet le había preguntado al sepulturero
por los años que tarda en pudrirse un cuerpo. Nueve años había contestado éste,
eso si no está podrido ya cuando lo entierran. Entre dejarle a Ada con la
humedad entre la piernas y el diálogo de Hamlet con el sepulturero, él
presentía que debía de haber alguna relación, pero no daba con ella. Miró al
fuego por un rato como buscando ayuda en la llamas que de vez en cuando
petardeaban lanzando pequeñas brasas sobre la moqueta, a lo que seguía un breve
olor a chamusquina, pero no hubo respuesta. El temor es protección, le había
dicho un rato antes Hamlet a Horacio, pero a él no parecía preocuparle la posibilidad
de que moqueta y cabaña pudieran salir ardiendo.
¿Temor a qué?, parecía estar preguntándose Ada cuando tomó
el lápiz entre sus dedos. ¿Abandonar un amor, una amistad, el tibio calor de la
compañía de los otros? Hernán Cortes no se lo debió de pensar mucho cuando
quemó sus naves frente a la costa de Méjico, pero abandonar a un buen amigo por
un quítame allá esas pajas…
Nuevas relaciones entre enunciados sin aparente conexión, es
un deporte que él practicaba con cierta frecuencia. No siempre, pero sí había
ocasiones en que del encuentro salía algún exótico pensamiento al que gustaba
seguir el rastro. La levedad y lo efímero de la vida, esa margarita que
deshojaban Hamlet y el sepulturero junto a la tumba, Hamlet sosteniendo en la
mano el cráneo del viejo bufón de la corte, y la fuerza con que nos agarramos a
ella de pies y manos le hacían suponer que una pasión que se afinca en el alma
difícilmente suelta prenda ni se arredra ante el hecho de su posible liviandad.
Y pensaba en el alpinista catalán que recientemente había fallecido en el K2
mientras que un grupo de nepalíes
alcanzaban la cumbre. Tuvo mala suerte, se decía, pero ¿habría sido preferible
para él quedarse en casa al calor de una confortable seguridad? La vida puede
ser leve, frágil, pero a lo que parece que apunta el parlamento en el
cementerio de la obra de Shakespeare es a la futilidad de aspiraciones que
alimentan poder, gloria, fortuna, bienes ajenos al alma que poco o nada tienen
que ver con la alegría genuina que proporciona la inutilidad de actos que
despabilan nuestras mejores facultades o que hacen florecer pequeños idilios
entre los enamorados.
Quizás el temor que mantenía a Ada con el lápiz en la mano
sin atreverse del todo a decir un adiós definitivo a su amigo, provenía de que
por encima del amor propio y la grosería de Max con aquello de “hazte una paja”
entreveía algún tipo de certeza de cuyos resultados contables era la más
beneficiada. O que realmente quería a Max más allá de esa delicada manera que
éste tenía de penetrarla. Eso pensaba él, que al fin y al cabo había pasado por
una situación de conflicto algo parecida, ese por ahí no paso que se llevó de
una vez por todas las músicas que él había arrancado de aquel arpa abandonada
en el rincón de una caballeriza.
Antes de seguir con la lectura pensó que Ada ni era Ofelia
ni Julieta y que por tanto no cometería la tontería de abandonar a Max. En el
mercado de la humanidad no es que sea sencillo encontrar gente interesante, un
bien escaso que de presentarse sería estúpido dejarlo pasar. Así que él ya
imaginaba a Ada haciendo sus componendas el siguiente fin de semana para volver
con Max.
El temor es protección. Quizás se trate de una ley general
que vela por nuestra integridad, pensó, pero la olla se le empezaba a ir ahora
entre los vericuetos del parlamento entre Hamlet y el sepulturero, todos
aquellos gusanos que habían sustituido repentinamente a las aspiraciones y a
las riquezas de aquellos pobres desgraciados entre los que vivía el
sepulturero, le inspiraban una suerte de tranquila comprensión.
Al amanuense le ha entrado sueño y como su protagonista no
tiene pinta de hacer otra cosa que seguir con la novela de Mulisch mejor se va
a la cama. Buenas noches.
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